Café con leche
Itzel Arroyo
La mañana era fría y el cielo estaba nublado, parecía que en cualquier momento caería una tormenta, como todas las mañanas decembrinas. Por suerte, si eso llegaba a pasar, yo estaría a salvo en la cafetería, eran mis primeros días trabajando y aunque todavía le tenía miedo a la máquina de capuchinos, todo marchaba bien. Las horas pasaban lentas. Clientes entraban y salían. Siempre la misma rutina, tomar la orden, preparar las bebidas, limpiar.
—Alicia, ¿puedes atender la barra? Debo reponer los panqués de la vitrina.
—Claro.
Me dirigí a la barra, a tomar órdenes. En las mesas había un par de ancianos con las narices pegadas en periódicos, un par de policías tomando café y donas, varias personas de traje impacientes, ordenando shots de espresso, como si no estuvieran lo suficientemente estresados ya…
—Un café con leche por favor.
El que pedía era un joven de rizos chocolate, ojos verdes e intensos con una camisa de cuadros y una chamarra café que se veía algo pesada.
—¿Para aquí o para llevar?
—Aquí, por favor —me regalo una sonrisa muy cálida, de esas que son familiares por lo que te brindan en tu interior.
Pagó y me dispuse a preparar su orden. Lo observé hasta que se sentó. Le llevé su café. Mientras limpiaba las mesas, lo miraba de reojo, había dejado de leer y solo miraba por la ventana, como si esperara a alguien.
—¿Le puedo retirar? –le dije después de mucho rato. Su taza estaba completamente llena. Me pregunté por qué haría eso, si quiere café frío simplemente pudo haber pedido un café helado.
—No, gracias, así estoy bien. Solo una cosa, ¿ya vas a dejar de espiarme? –me puse rojísima y me reí. Avergonzada, huí de la escena.
Cuando se fue y tuve que limpiar su mesa, me percaté de que la taza continuaba intacta. “¿En serio?”, pensé, molesta, pues solo había desperdiciado producto y dinero.
Al día siguiente regresó. Me vio tomando las órdenes en la barra y me sonrió.
—Un café con leche, por favor –pagó su orden y se sentó en el mismo lugar que el día anterior. Chico raro. Después se fue, dejando la taza llena.
Lo mismo ocurrió por varios días. El misterioso chico entraba, siempre a la misma hora, pedía su café con leche, se sentaba, pero jamás lo bebía. Ya me había hartado su teatro. Pero no podía negarle la entrada: el jefe me mataría si descubría que había perdido un cliente. Si pagaba, para él no había problema.
Así que he decidido confrontarlo. Sé que sus asuntos no son de mi incumbencia, pero realmente quiero saber qué significa pedir su café con leche y jamás tomarlo. Aprovecho que hay pocos clientes y que no tengo a nadie en la barra. Pretendo limpiar unas mesas cerca de él, siento su la mirada penetrante, entonces me acerco y lo encaro:
—¿Por qué siempre pides una taza de café y jamás la bebes? —él se sonríe.
“¿Acaso este tipo se estaba burlando de mí?”, pienso, y sin sentir arqueo una ceja.
—No tienes idea de quién soy, ¿verdad?
—¿Cómo lo voy a saber? Jamás nos han presentado, obviamente, no te voy a conocer…
—Ay, Alicia, eres la misma de siempre —“¿cómo sabe mi nombre?, no tenemos plaquitas en el uniforme”, me pregunto, mientras él nota la incomodidad y el miedo en mi mirada.
—Tranquila. Tú y yo nos conocíamos, bastante bien de hecho. Vengo aquí todos los días, a la misma hora y ordeno el mismo café y lo dejo intacto porque tú lo hiciste, el día en que nos conocimos. Lo hiciste hace 3 años, antes del accidente, antes de que olvidaras todo. ¿Ahora sí me recuerdas?