A mediados del 2022 me aficioné a Midjourney, un bot que “crea” arte a petición del usuario. Uno puede solicitarle cualquier idea utilizando la estética de casi cualquier artista. El bot se alimenta de una base de datos de millones de obras de arte disponibles en la red. Así, gasté preciado tiempo generando imágenes al estilo de William Morris, solo para maravillarme ante la similitud con sus obras. Morris, un artista/artesano del siglo XIX, seguramente se revolcaría en su tumba al saber en qué había terminado su movimiento “Arts & Crafts” que buscaba, justamente, contrarrestar los procesos deshumanizantes de la industrialización. Aquí estaba yo, pidiéndole a una inteligencia artificial (IA) que replicara el estilo de un artista que dedicó su vida a generarlo y a oponerse activamente al aplastante peso de la tecnología sobre la creatividad. Consciente de eso, me convencí de que Morris habría cambiado su punto de vista ante las nuevas posibilidades que la tecnología ofrece a las mentes creativas; algo así como argumentar que Bach se habría divertido mucho más con las consolas que con los clavecines y pianofortes.
Poco después, se hizo pública la controversia sobre el primer premio de arte del Colorado State Fair: el “artista” reconoció haber creado su obra con Midjourney. Personalmente, la discusión que comenzó sobre la autoría y el uso de la tecnología me pareció muy sana. Pienso que un creador (académicos incluidos) debe constantemente preguntarse sobre sus procesos creativos y el papel que juega la tecnología en el desarrollo del producto final, e incluso en la concepción de las ideas. Por ejemplo, la posibilidad de borrar y reescribir inmediatamente, o de cambiar de lugar un párrafo, o incluso poder escribir simultáneamente con otras personas, sin duda ha cambiado la manera en la que nos enfrentamos al texto. En resumen, consideré que la inteligencia artificial puede aportar lo suficiente a nuestro proceso creativo como para contrarrestar los efectos nocivos de los que se le acusa.
No fue sino hasta que la Dra. Driscoll, académica y artista gráfica, denunció públicamente que había encontrado obras suyas en la base de datos de una IA, que el asunto comenzó a parecerme realmente problemático. La profesora universitaria denunció no haber sido notificada del uso de su obra para la generación de piezas digitales e hizo notar que tampoco estaba recibiendo regalías por la comercialización que de ellas hicieran los usuarios de la aplicación. Su denuncia fue una de muchas y poco a poco me fue quedando claro que debía borrar la aplicación y ser más crítica sobre mis elecciones de consumo cultural.
Algo similar comenzó a discutirse en torno al uso de la IA para la producción de textos. Al igual que con las imágenes, inicialmente me pareció que, como profesora, podía (y quizá debía) introducir su uso a mis cursos. En concreto, noté que mis estudiantes utilizan distintas herramientas en línea para traducir sus textos al inglés (lengua en la que les solicito que escriban). En discusión con muchos colegas –entre ellos la Dra. Caroline Payant quien visitó UPAEP en otoño– consideramos que algunas de estas herramientas podrían ser útiles para el desarrollo de una conciencia metalingüística, es decir, la habilidad de los estudiantes para poner atención a sus elecciones lingüísticas y ver a la lengua como un objeto, no sólo como un medio. Efectivamente, incluir a la IA en las actividades de aprendizaje permite monitorear su uso y enfatizar los aspectos que pueden contribuir a mejorar la escritura de los estudiantes. Desde el punto de vista de la integridad académica, es posible argumentar que las ideas son de los estudiantes, aunque utilicen herramientas de traducción; con un seguimiento adecuado, estas herramientas pueden convertirse en aliadas del aprendizaje.
Pero el asunto se complicó rápidamente. Cada vez se hace más común leer sobre la consternación de colegas alrededor del mundo por el uso de nuevos bots de IA (ChatGPT, Smodin o QuillBot) para crear artículos, poemas, cuentos, y todo tipo de texto. La preocupación no es infundada pues después de varias pruebas, quedó claro que la IA producía textos de calidad suficiente. Incluso, circuló un estudio realizado por la universidad de Northwestern y la Universidad de Chicago sobre la capacidad de detección del uso de IA en la producción de abstracts. Convocaron a especialistas en revisión entre pares y se concluyó que era altamente complicado notar la diferencia, aunque no imposible. Los especialistas podían notar pobreza de estilo, uso cuestionable de fuentes, y otros detalles que delatan a la IA. Sin embargo, para la mayoría de los profesores universitarios, tal nivel de detalle en la revisión es imposible.
Los argumentos más interesantes en la discusión sobre la IA oscilan entre la confianza, el escepticismo e, incluso, el pánico. Algunos confían en que esta innovación no será diferente a otros cambios tecnológicos, como la introducción de los procesadores de texto, y que pronto nos adaptaremos a su uso, trascenderemos sus capacidades y reconoceremos la diferencia con un texto escrito por manos humanas. Otros, más avezados en inteligencia artificial, señalan la capacidad de esta tecnología para adaptarse: entre más la utilicemos más aprenderá de nosotros. Desde esta postura, incluir la IA en nuestros cursos puede no ser la mejor idea pues hará cada vez más difícil que logremos identificar su uso. Algunos más, llevan la discusión a los linderos del humanismo cuestionando si una IA es capaz del acto creativo y si podrá reemplazarnos incluso en lo que consideramos más profundamente humano: las artes. Lo cierto es que, como profesores universitarios, al menos vale la pena discutir dos cuestiones: ¿para qué utilizamos la tecnología? y ¿para qué solicitamos a los estudiantes que escriban?
El asunto parece propicio para una obra de ciencia ficción. Stanisław Lem se anticipó a este predicamento con su relato “El electrobardo de Trulr”. Después de mucho trabajo, Trulr consigue crear una máquina capaz de generar poemas para toda ocasión dejando a los poetas sin trabajo y al borde del suicidio. La diferencia radical con la situación actual es que al menos en la obra de Lem la gente aún estaba interesada en leer. Los poetas fueron reemplazados porque el electrobardo hacía un trabajo innovador y excepcional. Nuestra tragedia, en cambió, obedece a una combinación entre desinterés e incapacidad para leer todo lo que se produce. Los "electrobardos" de ChatGPT podrán producir textos pobres y cuestionables y no habrá quién levante una ceja. Y por si esto fuera poco, ya se ha reportado un sesgo racista en los procedimientos de la IA, de manera que lejos queda el sueño de que la tecnología genere condiciones equitativas, ¿cómo iba a hacerlo si es fiel copia de los discursos dominantes?
La universidad debe ser el espacio en el que se privilegie la justicia, la ética y la generación del conocimiento por encima de la simple producción de textos, ¿o no?
Cuestionarnos sobre nuestras intenciones al asignar escritura a los estudiantes se vuelve esencial. Gradualmente, la academia ha burocratizado a la escritura, presentándola como un requisito de titulación, a manera de transacción para conseguir algo a cambio. Quizá con las mejores intenciones, se piensa que asociar la escritura a la obtención de privilegios favorecerá que los estudiantes la tomen más en serio. Pero esto ha propiciado un sistema de fraude y corrupción que se ha hecho relevante en nuestro país recientemente.
Como muchos sabemos, a finales de 2022, Guillermo Sheridan hizo público un caso de plagio que involucraba a la entonces candidata a presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Con evidencia francamente irrefutable, para casi cualquier lector fue fácil llegar a la misma conclusión, por más que se intentó disfrazar el caso de controversia. Esta exposición de un plagio tan tangible y con tantas implicaciones políticas ha cimbrado la credibilidad de la máxima casa de estudios del país y convoca a la ciudadanía a dar un seguimiento cercano a cualquier decisión que se tome al respecto. Con un poco de autocrítica, el hecho también nos deja ver la necesidad de prepararnos, como universitarios, para prevenir, detectar y sancionar los fraudes académicos. Poner este asunto sobre la mesa es ahora más necesario que nunca.
Mientras que en México se debate un plagio sucedido hace tres décadas, las instituciones de educación superior a nivel internacional se debaten sobre cómo actuar frente a la inteligencia artificial. Resulta irónico que ante tal panorama, nacional e internacional, pocos estén cuestionando la gradual desvalorización de la escritura y la lectura en la universidad.
De inicio, algunos centros de escritura hemos comenzado a emitir algunas recomendaciones básicas para llamar a restituir el valor de la escritura y prevenir el plagio. Entre ellas, destaco las siguientes:
- Conectar la escritura con los aprendizajes de tu asignatura.
- Solicitar uso de fuentes, de preferencia utiliza las fuentes revisadas en el curso.
- Planear un proceso completo para la escritura que requiera al menos una revisión de borradores.
- Solicitar a los estudiantes que incluyan reflexiones en sus textos.
- Privilegiar las ideas en la evaluación y no tanto los asuntos formales.
- Integrar visitas al centro de escritura.
Sin duda, la mejor herramienta para generar textos originales y efectivos es la motivación para escribir. Si nuestros estudiantes saben que serán leídos con atención y que sus textos formarán parte de la discusión de clase, se empeñarán más en ellos. Recuperemos el ánimo por escribir para construir conocimiento juntos, no para señalar defectos o repartir privilegios. Eso dejémoslo a los robots.