Más allá de determinar si las acciones de Putin, Biden, la OTAN o de cualquier otro, son acciones legítimas o no, el inicio de lo que, sin afán de sonar alarmista, podría fácilmente convertirse en uno de los conflictos armados más acuciantes de nuestro tiempo, nos conduce casi irremediablemente a pensar en una de las cuestiones más complejas de nuestra existencia, a saber, el problema del mal. Con esta expresión me refiero no sólo a la basta cantidad de problemas que se pueden formular a través del famoso tetralema que Lactancio le atribuye a Epicuro, cuestiones relativas a lo que años más tarde Leibniz condensaría bajo el nombre de ‘teodicea’ (la justificación de Dios de cara a la existencia del mal), sino también al drama propio de nuestra existencia, donde el mal se presenta como parte constitutiva de nuestra peculiar condición.
Nos damos cuenta, en efecto, de que no sólo somos seres finitos y contingentes, sino también de que somos seres frágiles y vulnerables, seres capaces de sucumbir ante el misterio del mal, bien sea de forma pasiva, como cuando se lo padece, bien sea de forma activa, como cuando se lo realiza. Y es que, contrario a la visión trágica del mundo que heredamos del pensamiento griego, donde el mal se encuentra situado bajo los efectos de la necesidad y el destino, nuestra existencia se cifra, más bien, en el ámbito de lo dramático, por lo que, más que aludir a una necesidad ciega, nos encontramos adscritos al ámbito propio de lo evitable. Por más cierta que sea la tesis estoica de que a lo largo de nuestra vida nos ocurren montonal de cosas que escapan a nuestro control, cosas que no dependen de nosotros y que, sin embargo, nos terminan por afectar, nos damos cuenta de que gran parte del mal que experimentamos en el mundo es evitable y no es algo que ocurra de forma necesaria. Me refiero, pues, no a cualquier tipo de mal, sino exclusivamente a aquel mal que depende prioritariamente de nuestra voluntad, ya sea en el plano de lo individual o de lo colectivo.
De ser necesario, este tipo de mal, lo que los filósofos y teólogos escolásticos concibieron bajo el nombre de ‘mal moral’, éste se daría queramos o no, lo cual, además de negar nuestra libertad (y, por qué no, nuestra responsabilidad), cancelaría por completo toda posible esperanza de conversión espiritual. Si el mal moral se asume desde el ámbito de lo trágico y no bajo las coordenadas de lo evitable y lo dramático, entonces tenemos que renunciar a toda esperanza de que el conflicto no escale a nuevos horizontes. Esto implicaría, a su vez, que todo el sufrimiento que se está viviendo y el que se podría dar si la situación no mejora, también quedaría inserto en el ámbito de lo inevitable, donde, hagamos lo que hagamos, las cosas han de ocurrir de tal o cual forma.
Apelar a lo trágico, pues, conlleva la cancelación de toda posible esperanza y, probablemente también, una cierta apatía e indiferencia ante el sufrimiento del inocente. Poco importaría si el mal es radical, como creía Kant, o si decimos, junto con Hannah Arendt, que existe algo así como la banalidad del mal, ya que, al final de cuentas, no tendría sentido emprender acción alguna para evitar lo inevitable. Por más vulnerables que seamos, por más frágil que sea nuestra existencia, no debemos sucumbir ante las tendencias fatalistas que, al renunciar a toda posible esperanza, hacen superflua toda pretensión de alcanzar una cierta paz y justicia.
¿Qué implica, sin embargo, que el mal se adscriba al terreno de lo dramático y de lo evitable? Implica que, si bien el ideal kantiano de la paz perpetua se antoja un tanto utópico e inalcanzable, esto no significa que debamos renunciar por completo a hacer lo humanamente posible para evitar las situaciones de conflicto. Significa que conflictos como los que actualmente se están gestando entre Rusia, Ucrania y probablemente la OTAN, son del todo evitables y, por tanto, estamos moralmente obligados a hacer todo lo que está en nuestro poder para alcanzar la paz, empezando por no perder la esperanza. La esperanza, así, se vuelve crucial para no desistir en el bien.