Quiero iniciar citando unas líneas que Saint-Exupéry dedicó al tema que ahora nos ocupa:
El segundo planeta estaba habitado por un vanidoso:
–¡Ah! ¡Ah! ¡He aquí la visita de un admirador! –exclamó el vanidoso en cuanto distinguió al Principito. Para los vanidosos todos los otros hombres son admiradores.
–¡Buenos días! –Dijo el Principito–.
¡Qué sombrero tan raro tiene!
–¡Es para corresponder a la aclamación de los demás!, –respondió el vanidoso. Por desgracia nadie pasa por aquí.
–¿Cómo? –dijo el Principito sin comprender.
–Golpea tus manos una contra otra –le aconsejó el vanidoso.
El Principito aplaudió y el vanidoso saludó levantando su sombrero.
“Esto parece más divertido que la visita al rey”, dijo para sí el Principito, quien continuó aplaudiendo mientras el vanidoso volvía a saludar quitándose el sombrero, pero después de cinco minutos se cansó de la monotonía del juego.
–¿Y qué hay que hacer para que el sombrero caiga? –preguntó el Principito, pero el vanidoso no le oyó. Los vanidosos sólo oyen las alabanzas.
–Me admiras mucho ¿verdad? –preguntó al Principito.
–¿Qué significa admirar?
–Admirar significa reconocer que yo soy el hombre más bello, mejor vestido, más rico y el más inteligente del planeta.
–¡Pero si tú eres la única persona que habita en tu planeta!
–¡Dame ese gusto, admírame de todos modos!
–¡Bueno! te admiro –dijo el Principito encogiéndose de hombros–, pero ¿qué importancia tiene? No sirve para nada.
Regresemos del texto a la realidad. De por sí los académicos somos vanidosos y si a eso sumamos que la época en que vivimos fomenta como nunca el “like”, entonces tenemos un problema serio, verdaderamente serio.
¡Nos parecemos tanto al vanidoso de El Principito! Hacemos una nota técnica, nos publican un artículo, nos presentan un libro, ganamos un bono, nos dan una buena evaluación los estudiantes, nos fue bien en una conferencia… todo lo subimos prontamente a las redes sociales. Nos encanta vestir nuestra desnudez con papers y títulos, con fotos en Instagram e historias en Facebook.
El fuelle, ese aparato que recoge el viento y lo sopla de regreso en una dirección para avivar el fuego que precisan los herreros, tal vez se quede corto como metáfora de lo que es la aplausofilia, esta enfermedad organizacional que ama desmedidamente el aplauso, el reconocimiento y los incentivos. Acostumbrados obsesivamente al incentivo extrínseco, hay tres efectos colaterales preocupantes:
- Tristeza: si los demás no me dan el suficiente reconocimiento que ‘creo que merezco’, entonces me deprimo y me hundo.
- Enojo: si los demás no aplauden mi actuar, los juzgo una bola de tontos y de ingratos.
- No aprendizaje: si los demás se atreven a corregirme o señalarme un área de mejora, los mando a volar y juzgo que su intención es la de dañarme.
Si un literato nos describió la enfermedad, busquemos en otro la cura. Hay un bello verso del poeta León Felipe que dice así:
“Voy con las riendas tensas
y refrenando el vuelo
porque no es lo que importa llegar solo ni pronto,
sino con todos y a tiempo”
Pienso que los poetas ven con más claridad lo que no vemos, no podemos ver o no queremos ver. En concreto, este poema me hace pensar en el protagonismo tan recalcitrante que promueve la cultura contemporánea. Bebemos y vivimos de la seguridad que nos da ser aceptados; y si algo de lo que hacemos no gusta o ni siquiera es percibido, entonces nos entristecemos y nos desmotivamos... ¡Cuán cierto es que esta cultura fomenta casi en paridad el “salario emocional” y el “salario monetario”!
Ahora bien, ¿qué hay de equivocado en esa búsqueda constante de reconocimiento? Casi puedo decir que nada si esa búsqueda se hiciera “en equipo”, si la conquista trajera como efecto colateral la unidad, la común-unidad. Pero no sucede así. Las conquistas parecen más dulces cuanto más solitarias. Hay quienes sienten más sonoros los aplausos cuando son sólo para ellos y no para todo un equipo. Y, sin embargo, los aplausos son más gustosos y más sonoros cuando son para una comunidad, aunque esto no lo perciban así los espíritus individualistas y competitivos.
Todos tenemos que ir a contracorriente de esta cultura soberbia e individualista. Hagamos equipo, siempre equipo. No sólo con “nuestra” gente –como si esta expresión no fuera ya demasiado errónea por usar un posesivo–; hagamos equipo “con todos”. Seamos artesanos de la unidad, del diálogo y del trabajo en equipo.
Quien va por la suya, quien quiera destacar, tal vez, como dice el poeta, llegará pronto, pero eso sí, el precio será caro: llegará solo. Y ningún aplauso, foto, o correo del día da la satisfacción que da vivir y hacer comunidad, porque no vinimos al mundo a destacar, sino a amar y ser amados, por eso es mejor “ir con todos y a tiempo”.
Desentenderse de uno mismo es el comienzo del tratamiento contra la aplausofilia, cuya cura definitiva adviene cuando aprendemos a hacer de la vida un don callado y humilde a los demás.