En enero del 2018 me invitaron a participar como ponente magistral en un simposio organizado por la Universidad Técnica Particular de la Loja, en Ecuador, donde me pidieron hablar sobre los retos del humanismo en la universidad. A lo largo de esta ponencia reflexioné sobre los peligros de someter la universidad bajo una lógica hiperindividualista del mercado, echando mano de los estudios realizados por autores como Bauman y Lipovetzsky. En aquella ponencia denunciaba peligros como la reducción de la formación a lo meramente técnico, la falsa dicotomía que esto genera entre lo profesional y lo personal, la relegación de la formación humanista y de las humanidades a un plano secundario, así como también otra serie de peligros que desde hace tiempo acosan a los académicos y a los investigadores, en particular. Denunciaba todos aquellos peligros que, a mi entender, atentaban en contra del ideal propio de la universitas, entendida esta última como la comunidad de profesores, alumnos y administrativos –añadiría ahora-, que se comprometen con la búsqueda sincera de la unidad, la verdad, el bien y la belleza. A partir de lo cual advertía la necesidad de volver a poner a la persona en el centro de la educación y de apostar por una formación holística e integral, i.e., de una formación auténticamente humanista, capaz de contrarrestar los efectos nocivos de esta lógica hiperindividualista del mercado.
Hoy me doy cuenta de que mi análisis fue sumamente limitado –como es de esperar de cualquier investigación- y de que, en la actualidad, nos encontramos en una época donde constantemente las universidades se ven tentadas a introducir o, mejor dicho, a extrapolar, criterios mercantiles a la totalidad de su quehacer. Por fortuna contamos con análisis mucho más profundos y sesudos, como el de Carlos Hoevel, quien nos habla de la “industria académica” y de los peligros de someter a la universidad al imperio de la tecnocracia global. Carlos Hoevel, en efecto, hace una analogía entre lo que Adorno denomina como “industria cultural”, y la situación actual de las universidades, particularmente ahí donde se empiezan a aplicar los criterios propios del mercado a la formación universitaria, como ocurre cuando se sustituye el gobierno académico por un modelo de gestión parecido al management empresarial. Como resultado de esto, tenemos universidades que están totalmente ajustadas y diseñadas para responder a los criterios y mandatos provenientes del mercado, universidades donde ha triunfado la tecnocracia educativa y se han introducido criterios como el “rendimiento académico” y la “efectividad”, que pretenden sustituir o ser de alguna forma equivalentes con lo que usualmente llamamos “calidad académica”. Pero ¿realmente podemos decir que el rendimiento de un alumno en una prueba, por ejemplo, muestra el crecimiento personal que ha tenido a lo largo y ancho de un curso o, incluso, de la totalidad de su educación? No lo creo, y no lo creen tampoco algunos expertos en educación, como se puede apreciar en la crítica que hace Ángel Díaz Barriga a la prueba Enlace y a otras del tipo.
Es cierto que el rendimiento nos permite tener un criterio objetivo para medir los resultados de algo, concebido en términos de productividad y efectividad, pero esto no mide el crecimiento personal ni, mucho menos, la calidad educativa. Cuando decimos que un producto rinde más, decimos que éste alcanza para más cosas, i.e., que tiene mejores resultados. Así, un alumno que tiene un mejor rendimiento es un alumno que tiene mejores resultados al momento de presentar, por ejemplo, un examen o una prueba. Tener un mejor rendimiento, sin embargo, no implica necesariamente una mejor educación, un mayor crecimiento. Un alumno que tiene un mejor puntaje en una prueba TOEFL, por poner un ejemplo, no es necesariamente un alumno que ha aprendido más o, mejor dicho, que ha crecido más. Puede ocurrir, en este sentido, que un alumno tenga un mejor rendimiento en esa prueba, un puntaje más alto de lo habitual, y que ese puntaje sea fruto no de un proceso de aprendizaje de calidad, sino que pudiera ser fruto de una cierta aptitud natural, un talento, o unas mejores condiciones de vida, propias de una meritocracia, que le dan ciertas ventajas competitivas sobre los demás. El alumno, en este caso, tendría un mejor puntaje sin por eso haber experimentado un mayor crecimiento personal a lo largo del curso -si es que hubo tal-. Un segundo alumno, por el contrario, puede tener un resultado más bajo, i.e., un menor rendimiento, y, sin embargo, haber experimentado un genuino crecimiento personal a lo largo del curso. Tan no está relacionada una cosa con la otra, que incluso podemos ofertar cursos específicos para enseñar ciertas técnicas y estrategias específicas para responder un examen o una prueba de tal naturaleza -lo cual, por supuesto, interesa al mercado, pues implica un aumento en los ingresos.
Medir el rendimiento no es algo del todo estéril, más no por ello podemos decir que éste mide lo que realmente queremos medir, quizás porque lo que queremos medir no es sujeto de medición, o porque no se puede medir con los mismos criterios del mercado. El ejemplo paradigmático de esto último se aprecia, con total claridad, en un pasaje bíblico en el que Jesús compara la limosna dada por los ricos y las dos monedas ofrecidas por la viuda (Marcos 12, 41-44). Cuantitativamente podríamos decir que lo dado por la viuda es significativamente menor respecto a lo dado por los ricos, pero cualitativamente cambia la situación: mientras que los primeros sólo dan lo que les sobra, la viuda, en su pobreza, lo da todo. Esto que aplica al dar, a la donación, aplica de forma análoga a la educación: medir el rendimiento nos da ciertos parámetros e información relacionada con la educación, pero no mide, en sentido estricto, el crecimiento personal que involucra el proceso de enseñanza-aprendizaje. El mercado nos exige medir el rendimiento y no podemos darnos el lujo de hacer caso omiso de sus exigencias, pues no podemos ser ajenos al mundo en el que estamos insertos, pero tampoco debemos caer en el extremo de quedar totalmente sometidos a una lógica hiperindividualista del mercado y a la tecnocracia educativa que el mercado demanda.
¿Cómo podemos salir de esta lógica hiperindividualista del mercado? A mi parecer la clave para responder a esta cuestión radica en lo que Antonio Caso, uno de los más grandes filósofos mexicanos, sostiene en contra del modelo educativo positivista de Gabino Barreda. De acuerdo con Caso, en efecto, la educación no puede quedar confinada a criterios propios de la economía vital, como si nuestra existencia se agotara en ser una mera lucha por la sobrevivencia, sino que debe trascender más allá de la mera conservación del individuo. Para ello es fundamental que promueva una cierta sensibilidad artística, cuya contemplación encierra una forma de desinterés que nos abre al mundo de los valores. El arte, en efecto, tiene el potencial de elevarnos más allá de la mera autoconservación, para insertarnos en una forma particular de sensibilidad no ensimismada. Al descubrir este mundo del valor, finalmente, podemos abrirnos a un modo de existencia más pleno, a saber, la existencia como caridad, donde se invierte por completo el imperativo propio de esa economía vital: mientras que en la lucha por la sobrevivencia de la especie se busca tener el mayor beneficio con el mínimo esfuerzo, la lógica de la caridad supone invertir esta ecuación. Quien sacrifica su vida por los otros, quien ama auténticamente, hace el mayor esfuerzo no con la intención de obtener más para sí mismo, egoístamente, sino tan sólo de ofrecer más, de servir mejor. La caridad es fundamental para contrarrestar esa lógica hiperindividualista del mercado y, por ende, para superar la tecnocracia educativa.