En las entregas anteriores hablé sobre los excesos de una cultura de la evidencia, sobretodo una no mediada por la confianza, así como también sobre la falsa ilusión que se da cuando pretendemos medir la calidad de la educación a través del mero rendimiento. Ambas cosas, como mencioné, son consecuencias de lo que muchos intelectuales, sociólogos y filósofos en particular, han caracterizado como la “industria académica”. Hoy hablaré sobre el imperio de los indicadores, como algo que subyace a ambas tendencias y que, por tanto, debemos tener en mente al momento de analizar nuestro propio quehacer universitario. Comienzo haciendo una afirmación un tanto provocadora: el afán de medirlo todo, cristalizado en la realidad efectiva a través de un imperio casi irrestricto de los indicadores, es la madre de muchos vicios que se dan en la vida universitaria, tanto en la parte académica, como en la referente a la gestión educativa. Ocurre, en efecto, que el imperio de los indicadores se ha transformado en una serie de prácticas que, más que robustecer o enriquecer el quehacer universitario, tienden a corromper o a deformar su naturaleza.
Por más que los indicadores sean indispensables para tener cierta información que de otra forma no podríamos obtener, creer que todo debe estar sometido al imperio de los indicadores, como si la información que estos proporcionan fuese un espejo fidedigno de la realidad, es una total sinrazón. Uno puede medir el número de veces que alguien va a la biblioteca, lo cual nos daría información sobre ciertas prácticas que tiene esa persona. Lo ilusorio sería creer que el número de veces que va a la biblioteca es información suficiente para determinar si es o no un buen lector. Pudiera ocurrir, en efecto, que esta persona asiste mucho a la biblioteca, no porque sea un gran apasionado de la lectura, sino porque en la biblioteca hay, curiosamente, un baño excelente, diferente al de otros lados, un baño al que esta persona, por la razón que sea, prefiere ir. El error radica en creer que una cosa se sigue necesariamente de la otra, como si la información proporcionada por los indicadores fuese suficiente para determinar si es o no un buen lector.
Una opción sería cambiar el indicador por uno más pertinente: quizá, por ejemplo, debamos medir el número de libros que saca esta persona en un tiempo determinado. Pero aquí, de nuevo, incurrimos en una falacia, pues esto no es razón suficiente para determinar si es un buen lector o no. Imaginemos, en efecto, que el susodicho, en su afán de no ser descubierto, se siente obligado a sacar libros para justificar su visita a la biblioteca y su correspondiente uso del baño. Claro que es más razonable creer que saca libros porque tiene un cierto gusto por la lectura, pero hasta ahora no tenemos información suficiente para determinarlo con total certeza. Quizá nunca la tengamos si transitamos por esta vía, lo que no implica que sea una total pérdida de tiempo sacar este tipo de indicadores. Saber qué tan frecuente va la gente a la biblioteca o cuantos libros saca en promedio, siguiendo el ejemplo, es una información de mucha utilidad que puede servir para tomar cierto tipo de decisiones sobre la gestión de la biblioteca: de ahí que no esté abogando por una abolición de los indicadores. ¿Cuál es, entonces, el problema de fondo que quiero señalar? Mi reflexión apunta, más bien, a la serie de vicios que se siguen cuando hacemos este tipo de inferencias erróneas y queremos, en consecuencia, imponer un imperio irrestricto de los indicadores.
Pongo un ejemplo que, sirva de paso, es también una cierta autocrítica como investigador y como alguien que aspira a ser un “pensador”, un amante de la sabiduría. Una autocrítica que, por más amarga que sea, es necesaria para atender y subsanar ciertos vicios que se dan en la academia y ante los cuales podemos sucumbir con cierta facilidad. Me refiero, en particular, a todos aquellos vicios que se derivan de la “industria académica”, como consecuencia de subordinar la vida universitaria a criterios mercantiles. Quizás el más famoso sea el “publish or perish (publicar o perecer)”, un aforismo que describe perfectamente una de las tendencias más cuestionables en el ámbito de la investigación. La “industria académica”, en efecto, dicta que debemos medir la producción académica y científica exactamente de la misma forma en la que se mide la producción de una empresa, plasmando esto en indicadores que se suelen usar como referentes para determinar el “prestigio académico”, sea de un investigador o de una institución. No es raro, en consecuencia, que estos indicadores aparezcan también en los rankings de universidades y en las distintas acreditadoras. La ilusión está en creer que quien más producción tiene, mejor investigador es.
Bajo este ideal surge la percepción de que para tener una trayectoria académica exitosa se deben publicar cantidades ingentes de textos que nadie lee ni consulta, pero que constantemente presumimos, como si el hecho de publicar más implicara que la calidad de lo publicado es de la misma altura. Vemos académicos, en consecuencia, obsesionados con ensanchar su currículum con una cantidad absurda de cosas que no necesariamente implican que son buenos académicos o buenos investigadores. Somos conscientes, sin embargo, de que casi ninguno de los grandes intelectuales de la humanidad pasaría estos filtros: ni Aristóteles, ni Kant, ni Newton, ni Einstein, serían miembros del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores, ya que ninguno de ellos daría el ancho. Pensemos tan sólo en Kant, un filósofo alemán que pasó poco más de diez años sin hacer publicación alguna, justo después de obtener su plaza como catedrático. El resultado de esos diez años de silencio, sin embargo, fue de tal magnitud que en la actualidad no podemos comprender la filosofía sin los aportes de Kant. ¿Cuántos de nosotros estaríamos dispuestos a renunciar a ese currículum lleno de vanagloria para dedicarnos genuinamente a pensar, sin publicar nada hasta no estar cien por ciento seguros de que lo que se dará a conocer al mundo tiene un valor realmente significativo?
Al someter la investigación al imperio irrestricto de los indicadores, en efecto, se generan o promueven muchos vicios de la academia: vicios destinados meramente a ensanchar el currículo. Es aquí donde aparecen ciertas prácticas deleznables que debemos erradicar si queremos realmente hacer vida el ideal de la universitas, es decir, si queremos ser una auténtica comunidad comprometida con la búsqueda sincera de la verdad. Me refiero a prácticas corruptas como las “autorías fantasmas”, donde un grupo de investigadores se organizan, no para hacer investigación conjunta, sino para acordar el incluirse mutuamente como coautores de las publicaciones que haga cada uno por su cuenta. Si tenemos un grupo de tres investigadores, donde cada uno escribe un artículo y añade a los otros dos, al final cada uno tendrá no una publicación, que es lo que realmente escribió, sino tres. Y si este modelo lo replicamos con diversos grupos, tenemos una cantidad ingente de publicaciones que ensanchan el currículum sin ser necesariamente fruto del sudor propio. Ese investigador tendrá un sinfín de publicaciones a su nombre, mismas que, sin embargo, no son de su autoría.
La problemática, sin embargo, no se limita sólo a una práctica corrupta, ya que, así como ésta, existen una amplia gama de prácticas corruptas que sirven para maquillar el currículum. Y esto mismo, que ocurre en el ámbito académico, ocurre también en la gestión educativa, particularmente cuando los indicadores que se usan conllevan, más que simplificación o mejora del trabajo, una ralentización. Vemos, en efecto, que estos indicadores, más que facilitarnos la vida o ser de genuina utilidad, terminan por generar una serie de labores innecesarias que nos alejan de lo genuinamente importante. Queremos, como he señalado en otro lugar, generar una especie de panóptico universitario que nos permita tener control sobre todos y cada uno de los procesos que se dan en la educación universitaria, para lo cual diseñamos indicadores que multiplican las actividades y ensanchan los procesos, sin que por ello se siga necesariamente una mejora real. Esto se traduce, a su vez, en una sobredemanda de actividades administrativas que terminan por obstaculizar el desarrollo de las academias y por sobresaturar a los académicos con actividades ajenas a las propias. Hemos llegado al extremo de creer, incluso, que las primeras son más importantes que las labores propias de la academia, lo que es absurdo. De ahí que surja la necesidad de repensar la universidad en sus labores sustantivas, cara a definir el futuro de la universidad.