La entrega pasada hablé de un mal que es cada vez más frecuente entre los académicos: la quejumbre. Hoy dedicaré la columna a hablar de otro: la vanidad o, como se dice comúnmente, los ‘egos’ que nos caracterizan.
No es raro escuchar: “¿Qué va a saber este alumno de ‘x’?” “¿Qué sabe esa profesora de ‘y’?” “Podrán saber de otras cosas, pero en este tema, ni qué decir, el experto soy yo”. A veces la expresión tiene un poco de picor: “Ese es un imbécil, no sabe ni la «o» por lo redondo”. Otras veces la ironía o el chiste disfrazan el desprecio: “Este tipo nomás no rebuzna, porque no se sabe la tonada”. Es indignante cuando al ego le acompañan expresiones xenófobas o clasistas: “¡este indio qué me va a enseñar a mí!”
El ego no sale a relucir solamente en las palabras, sino también y sobre todo, lo hace en los actos. “¿Por qué me voy a rebajar a ir a su oficina? Si me necesita, ¡qué él venga!” “Trabajar yo con ellos… ¡qué te pasa!” “Ya tomó el micrófono esta tipa, mejor me largo”. En la mente del vanidoso opera el siguiente razonamiento: “como nadie me merece, y no están a la altura de mi saber ni de mis ideas, prefiero no desgastarme ni juntarme con ellos”. Y así, termino por validar mis actitudes y actos de desdén y desprecio, de no saber trabajar en equipo, de no escuchar al otro, de imponerme siempre, de burlarme de toda iniciativa ajena, de ridiculizar y de menospreciar. El que trae el ego por las nubes siempre justifica sus inmadureces y sus actos pendencieros.
Tres problemas son los que más me preocupan.
El primer problema es que las universidades suelen ser nidos de egos. ¡Proliferan! Por supuesto, no estoy generalizando; siempre ha habido y habrá excelentes académicos caracterizados por su madurez, empatía y humildad. No obstante, la pregunta es válida: ¿por qué en las universidades, más que en otros ambientes laborales, hay tantos egos y tantas luchas de egos? Aventuraré una respuesta –molesta e incómoda– pero creo que bastante plausible: los que tienen el ego muy alto, usualmente padecen de un complejo de inferioridad. Como no la hicieron en sus emprendimientos, o con su cónyuge, o no se dan cuenta de lo bendecidos que son en otras dimensiones de su vida (salud, familia, estabilidad laboral…), terminan creyendo que su “saber” es su única distinción competitiva en este mundo y que de sus credenciales académicas pende su prestigio personal. He conocido profesores que, si sus estudiantes no pronuncian el “Dr./Dra.” antes de su apellido, los corrigen diciéndole: “Doctor, que mi trabajo me costó”.
El segundo problema es que los egos, en tiempos de redes sociales, se vuelven egos hiperinflados. Se publica un artículo o se va a un congreso, y pronto se sube eso a las redes sociales donde un círculo de personas ponen pulgares para arriba, corazones y expresiones como “wow” e “impresionante”. Tal vez nadie termine leyendo el escrito, pero ese feedback inmediato de aprecio nos libera buena dosis de dopamina y sacia el hambre de admiración que tiene el ego. El quid es que la sacia hinchándola. Y por eso la próxima vez habrá más hambre y más necesidad de sentirse admirado. Y como la altura del ego es inversamente proporcional a la capacidad colaborativa y de trabajo en equipo, pues a los egos hiperinflados corresponden vidas solitarias.
El tercer problema es el juego de simulación al que uno entra cuando se acepta el tema de los egos en una institución. No hablo de protocolos, ni mucho menos del debido respeto al Rector o a una autoridad de la Junta de Gobierno. Hablo más bien de ese caravaneo incesante, como sucede con los actores al finalizar una obra de teatro. Felicitar, reconocer, admirar… para que la otra persona se sonroje un poco, agradezca y se sienta complacida. A cambio: la otra persona se obliga a una insana reciprocidad. Y así, al paso del tiempo, todos terminamos formando “el club del mutuo elogio”: un club de admiración endogámica, ausente de autocrítica y de madurez.
Hay que peinar a contrapelo el ego. Esta tarea es de todos, porque todos –unos más y otros menos– somos propensos a la vanidad. Y se va en contra de esta tendencia haciendo equipo, aprendiendo a escuchar, siendo autocríticos, desarrollando la empatía y, sobre todo, la humildad. Cuando le bajemos tres rayitas al ego nos daremos cuenta de que la realidad es más interesante que nuestros complejos, de que hay gente valiosa y de que conjugar la vida en plural es mucho más satisfactorio de lo que creíamos.