Facundo Cabral: hombres, ciudadanos o ni-uno-ni-otro
14/01/2022
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Foto: Director de Formación Humanista

Dedicado a un extraordinario politólogo, hermano en la lucha: a mi querido Sam, por el gusto de compartir tantos momentos, tantos sueños, tantas vidas.

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¿Qué es un hombre sin un sueño? Nada.

Un hombre sin un sueño a lo sumo es un ciudadano […]

Ciudadano es el que depende de esa abstracción que llamamos Estado.

El Estado es la teta donde maman los ciudadanos, pero el cáncer del hombre.

El hombre depende de Dios, es decir de la mismísima vida […]

Además, en una sociedad competitiva y comparativa como la nuestra, si existe una escala de valores, que evidentemente existe, un hombre es un ser invalorable.

Sin embargo, un ciudadano tiene un precio específico, un ciudadano vale exactamente un voto.

Hay ciudadanos que, por escapar del aburrimiento de su familia, llegan a la presidencia del país. No sé si me explico…

¡Qué urgente la crítica de Facundo que, si bien incorrecta, no deja de hincar la afilada uña en la piel viva, obligando a su interlocutor a atragantarse otros dos soma o, por el contrario, hacer tripas corazón, juntar los tres mililitros de valor que uno ha sido capaz de reunir a lo largo de una vida y asumir la crítica internamente, esto es, no ya como espectador sino como protagonista o, incluso, bajo el signo del testigo!

Facundo yerra. No hay duda. El ciudadano no mama de la ubre estatal, es él mismo Estado; es ciudadana-Estado, totalidad en tanto fragmento, pieza de rompecabezas, molécula que busca desesperadamente aparearse. El ciudadano manda y, en su calidad soberana, carece de precio. El ciudadano es auténtico demiurgo que se enfrenta a la existencia social de la misma forma que otro gran argentino, el magnífico Cortázar, se enfrentaba a la página en blanco:

Se dibuja, así, una estrellita en lo alto de la página, y el campo operatorio queda ciertamente demarcado. La mano que empuña el bisturí desciende hacia una carne todavía virgen, la blanca piel que va a hendir mientras el cirujano escucha como desde muy lejos la profunda respiración del tiempo amarrado, anestesiado…

El hombre—¡la mujer!—aparecen para Cabral con pureza edénica. Hombre/mujer es quien no tiene precio, es decir, persona. Kant canta las maravillas de la única criatura para quien la palabra utilidad esclaviza. Mujer/hombre es quien depende de Dios pues de Él deriva toda dignidad, todo trascender precios, utilidades y proyectos. El hombre/mujer es, antes que nada, proyecto en sí mismo, es el animal paradójico, que comparte casi todo con el animal, excepto el hecho de comportarse como tal. La extraña criatura es la única que se ve penetrada—¡no sólo identificada!—por la figura del espejo, por esos ojos, los míos, que me consumen con la terrible pregunta: Qui es-tu? La desnudez edénica aparece en Cabral como inocencia original, como condición pre-social o, en palabras teológicas, como ángeles antes que como seres humanos. Salta al escenario el genio de Erik Peterson:

Así como el vestido presupone el cuerpo que debe cubrir, así la gracia presupone la naturaleza, que debe cumplir con la gloria. Es por ello que la gracia sobrenatural se le concede al hombre en el Paraíso como un vestido. El hombre fue creado sin vestidos—eso significa que tenía una naturaleza propia, diferente de la divina—, pero fue creado en esa ausencia de vestidos para ser recubierto por el hábito sobrenatural de la gloria.

Cabral no ve Hombre/Mujer sino Gabriel/Rafael, arquetipos de una perfección distinta a la humana. De ahí, en parte, su terrible error.  Y, sin embargo, algo en Cabral no deja de picotear el oído que se le ha prestado, como tábano inquieto, como calambre que entorpece nuestro andar, como esa terca manía de volver la vista cuando se presiente que algo hemos olvidado.

Quizá haya que decir que eso que hemos olvidado es, a un tiempo, el arte de ser Hombre/Mujer así como el arte del ciudadano. Ciertamente hoy el ciudadano tiene precio: hoy es un algoritmo, una cifra, un listado de “preferencias” empaquetadas con listones en fines de semana que se anuncian bajo el excelso adjetivo de lo “bueno”, convertido en manos de mercadólogos económicos y políticos en estiércol, peste, gargantas apagadas. Y si el ciudadano es incapaz de gobernar-se, qué esperanza para el Hombre/Mujer! Pensar en la grandeza de la trascendencia cuando la dignidad del ciudadano—de quien se asume soberano y súbdito, fuente de todo poder y sujeto de toda obediencia—es una batalla perdida… pensar la trascendencia aparece entonces como fantasía de mal gusto, pútrido tufo de un aristocratismo rancio. Cuando la carta del ciudadano ha sido malbaratada, echada en el potaje del mercado descarnado, con sus etiquetas de descuento y su epistemológica renuncia a pensar cualquier cosa que no tenga valor ergo utilidad ergo precio, pensar en los cielos, la dignidad y su trascendencia se antoja huida de un animal herido, que se hace ovillo e inventa mundos infantiles mientras su pilmama murmura coplas apaciguadoras.

Cabral se equivoca y, sin embargo, acierta; acierta una y otra vez, recordándonos que el ideal es capaz de reconfigurar la realidad misma y, por ausencia, que la carencia de ideales convierte la idea más noble en jaula para guacamayas.

Hay ciudadanos que, por escapar del aburrimiento de su familia, llegan a la presidencia del país… hay hombres y mujeres que, por escapar al tedio de la existencia, llegan al supermercado, solo para convertirse ahí en una cosa más.

Por cierto, querido lector, si la referencia al soma se te escapó, probablemente seas adicto a la sustancia; y si los tábanos sólo te recuerdan dolorosas picaduras, quizá debas regresar al pupitre y abrir la historia de aquel gran pueblo donde vivió ese otro tábano, unos veinticinco siglos atrás.