La risa del mexicano, o la importancia de Juan de Dios Peza
18/03/2022
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Foto: Director de Formación Humanista
  1. Permítase el lector considerar el siguiente dato: El World Happiness Report 2021 ubicó a nuestro país en la posición 46, lo que supuso una trágica caída en la felicidad de los connacionales respecto del periodo 2017-2019, donde los alegres mexicanos ocupábamos el lugar 23 de felicidad (de un total de 95 países estudiados). Aplicando una aritmética irreverentemente, tal parece que nos asestaron un mazazo en el cráneo o, más bien, en el corazón, haciéndonos perder la mitad de nuestra alegría, abandonando el selecto club de las sociedades felices.

 Con estos datos algo-menos-que-felices, podríamos preparar una serie de consideraciones que nos ayuden a preparar más adecuadamente el próximo 20 de marzo, día de la felicidad:

… considere usted la posibilidad de alegrar su día rememorando los descalabros y ridiculeces que nos regalara un expresidente, dibujando corazones como si fueran chayotes, sintiendo terremotos que nunca fueron o torciendo el tiempo, sugiriendo que cinco minutos son “menos” que uno. Moraleja: el mexicano transforma el llanto cívico en parodia cargada de una relajante irrealidad.

… pondere el lector la creatividad con que el mexicano transforma la tremenda crisis, por ejemplo, de sus cuerpos policiacos en un negocio lucrativo (la serie Harina ya está disponible en Amazon Prime) donde, lejos de ignorar el problema, lo coloreamos con crayones psicodélicos y lo bañamos en mezcal (nueva bebida in, que terminó por desplazar al tequila y sus demonios). Moraleja: cuando las cosas están mal, el mexicano sabe reírse de su suerte, clavando una daga argentina—por el material, no por el hermano latino—en el corazón del espectro de la desesperación y el hastío.

… percátese usted que bien podemos ser el patito feo de Norteamérica así como el niño rebeldito que, por estar con los fresitas del grupo, terminó alienado de aquellos que se parecen más a él pero, a pesar de todo, nada nos quitará ser una potencia en cuanto a producción de telenovelas en el planeta. En estos meses, para no ir más lejos, se estrena el refrito de la decadentérrima y vulgarsísima máquina de subcultura que conocimos como Rebelde, protagonizada por la que fuera primera dama de los jarochos (muy a pesar de nuestros hermanos veracruzanos, imagino). Moraleja: un México sin moral ni racionalidad ni sensatez ni juicio ni buen gusto… es un México que se divierte de lo lindo, pero no logra ser feliz.

 

  1. Extraordinaria nación esta donde nos tocó nacer. Aquí las familias plantan cara a las más difíciles situaciones, abriendo el tequila (porque algunos hábitos nunca mueren) y compartiéndolo entre risas. El mexicano es resiliente como pocos y, contra lo que algunos sugerirían hoy, es en general amable, servicial, jovial y risueño. Aun cuando no tenemos demasiadas cosas por las que reír, siempre encontramos un doble sentido que desactive el veneno de la realidad para recodificarlo en términos de una existencia cargada de esperanza y buen humor.

Y, sin embargo, algo comenzó a salir mal en los últimos años. No parecemos estar atravesando por más de lo mismo, sino más bien sufriendo algo nuevo. Un punto de ruptura se está llevando esa extraordinaria habilidad de construir al México mágico, dejando en su lugar un desierto emocional o, peor, una desquiciada sed de venganza. Hermanos contra padres, hijas contra madres, todos contra la suegra, los ancianos y, durante la pandemia, el personal médico, México aparece hoy envuelto en una pretendida seriedad que no es otra cosa que una enfermedad del alma. Contra la capacidad de reírnos de nuestras calamidades, hoy solo parece haber lugar para una retórica de seriedad mortal, que apaga las ganas de vivir políticamente hasta en el más sonriente miembro del venerable Club de los Optimistas. En el centro del problema vemos una voluntad de confrontación, de destrucción, un disgusto por todo lo que no es exactamente como yo. El viejo antagonismo viste hoy las túnicas de posverdad y fake news, transformándolo todo en una ocasión de guerra, en la posibilidad de ganarle terreno a ese pedazo de animal que tuvo la osadía de pensar distinto de mí (o de “nosotros”, si por ello entendemos nada más que el narcisismo colectivo de Gilles Lipovetsky).

 

  1. Llegamos, pues, a la esperada explicación de qué diablos tiene todo esto que ver con la felicidad y, más importante quizá, con Juan de Dios Peza, poeta que duerme ya el sueño de los justos. La fábula creada por Peza en Reír Llorando me deja una reflexión que trataré de analizar en tres ideas.

(a) Primero: se ríe llorando. Detrás de un rostro aparentemente feliz, de una vida aparentemente plena, de un matrimonio perfecto, de una amistad de época… detrás de toda apariencia queda el ser humano como tal, la desnudez del yo sin pretextos ni recargado ornato. En la universidad lo sabemos bien: ¡Cuántos de nuestros estudiantes plantan un rostro feliz mientras en su interior algo se incendia! Debemos aprender a reconocer el dolor detrás de la máscara, esa que los mexicanos sabemos ponernos, ese dolor que se presenta hoy bajo la imagen de la depresión o la ansiedad, la soledad, la nostalgia de quien extraña a su familia y su ciudad. Debemos hacernos prójimo, es decir, ir al otro, aproximarnos al doliente, escuchar al sufriente.

(b) La felicidad es un estado complejísimo del espíritu. El matasanos a quien Garrick acude para aliviar su mortal sufrimiento hace preguntas del todo ineptas: viajes, lecturas, títulos, dinero… y una retahíla de inutilidades quieren ser utilizadas para medir la felicidad. Podríamos preguntarnos, en primer lugar, ¿qué implica la felicidad? ¿Se trata de un estado permanente o fugaz? ¿Se resume en bienestar aquí-ahora o araña, sin alcanzarla, la dicha trascendental? ¿Implica a la comunidad o solo puede predicarse del individuo? Aquí hay, a mi parecer, algo importante. En el lenguaje de Francisco, nadie se salva solo, no existe el self-made-(wo)man, o, en otras palabras, todos tenemos un padre, una madre, una comunidad que, queramos o no, es copartícipe en la construcción de nuestro yo. La felicidad no puede ser mi felicidad, sino nuestra felicidad. Otro poeta mexicano, Salvador Díaz Mirón, intuye algo similar en Asonancias, donde exige: “nadie tendrá derecho a lo superfluo / mientras alguien carezca de lo estricto”. Y, finalmente, la felicidad no se conjuga en términos de hambre: presupone un horizonte mucho más amplio, más sublime, pues el ser humano es más que un tracto digestivo.

(c) La felicidad no es humana. Permítaseme explicar la extravagante provocación con que me atrevo a cerrar este de por sí largo texto. Garrick acude a un médico, pero lo mismo podría haber visitado a un amigo, un profesor o un adivino. El resultado sería el mismo, a saber, una felicidad nunca encontrada. La felicidad demanda trascendencia. En este sentido, la felicidad en cuanto tal solamente puede ser producto de un encuentro, a saber, el encuentro con aquel que es fuente de toda felicidad. Que la felicidad haya sido convertida hoy en mercancía no es sino consecuencia de una burda reificación que reduce tanto el concepto como a la persona misma, tratándola como consumidor, es decir, como hormiga. Si la felicidad anhela eternidad, entonces esta no es humana sino divina, y es solo en el encuentro con la persona divina que podremos rasguñarla.

 

Detrás de la falta de seriedad de la primera sección busco una hipérbole ridícula que nos sugiera cuán cortas son nuestras ideas de “felicidad” cuando las comparamos con un ideal auténtico. Esta constatación debe(ría) llevarnos a una crítica a la exagerada seriedad respecto de esta vida, que no es sino consecuencia de una revaloración de la dimensión trascendente de la persona. Finalmente, si bien hemos perdido puntos de felicidad en los índices, el Sermón de la Montaña sigue siendo fuente de escandalosa felicidad para el cristiano, quien, a pesar de las sombras, nunca deja de verse iluminado por el amor y, nuevamente con el Papa, por el gozo del discipulado.