Día de la madre: hipocresía, apariencia y corrección política
13/05/2022
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Foto: Director de Formación Humanista

Para Didí y para Lucy, madres a las que debo todo.

 

Aviso a mi lector que seré aquí aguafiestas, descarado, lépero y honesto hasta la náusea. Deje de leer esta colección de improperios, ahora mismo, cualquier corazón fácilmente excitable, toda sensibilidad delicada y todo oído prístino. 

 

Día de flores, de salidas en ropa de gala, de caricias y mariachis y brindis y lágrimas derramadas por los seres angelicales, primas cercanísimas de querubines y potestades, que llamamos madres. México se viste de gala para rendir el merecido tributo a sus madrecitas, se llena la boca de canciones compuestas en su honor, sean de Timbiriche o Denisse de Kalafe. Un día de fiesta.

Y, sin embargo, algo huele mal. Tras bambalinas, fuera de la vista, en este día nuestro país aparece con un rostro extraño, como si detrás de la fiesta se reflejara el auténtico rostro del mexicano. México a través del retrato de Dorian Gray. Debajo de los manteles multicolor encontramos un hedor fétido que genera náusea, dejando un regusto agrio. Algo se pudre y, sin embargo, el baile sigue sonando, los címbalos y las trompetas y guitarras y violines gritan con un estruendo que quiere ensordecer la voz queda de la razón que, sin quebrarse, pronuncia un firme “y sin embargo”. 

 

II.

Hipocresía. ¡Ay de aquel que hable de una madrecita, que ensucie su nombre con sus asquerosos labios, que profanan la nívea piel de la progenitora con palabras malsonantes o, peor, con albures e insinuaciones!  ¡Ay de quien convierte a la madrecita en mamacita! Mejor sería para ese colgarse de un árbol. El mexicano no tolera que alguien mancille el aura de su madre o su hija. Con su esposa (su vieja) nadie puede meterse tampoco, por supuesto. Eso sí, el machín se pasea por las calles sabroseando mujeres, violándolas en mente y en palabra (¡cuando no lleva a cabo sus criminales pasiones!), reduciéndolas a pedazos de carne para su deleite. La madrecita, por otro lado, es para semejante barbaján un altar impoluto: la anciana se endereza cada día y suelta una bendición al hijo-delincuente, al golpeador de mujeres, al opresor de niñas, al que considera que todas las mujeres son putas excepto las suyas. Y puede este infeliz poner el cuerno regularmente a su mujer, empalagarse día y noche en sábanas ajenas y regresar al lecho justificándose a sí mismo… al fin y al cabo somos hombres, es nuestra genética ser infieles. 

 

III. 

Apariencia. En la sociedad de apariencias, donde lo importante no es contar con virtudes sino dar la impresión de tenerlas, la madrecita es transformada en dispositivo figural, en estereotipo de una sociedad que se miente a sí misma, que se quiere buena mientras aprieta el pescuezo del otro, pulcra al tiempo que mete la mano al estercolero, tierna cuando canta himnos a Baco, Dionisio y Hades. La madrecita es paradoja en una sociedad que extiende una mano que entrega un ramo de rosas a las educadoras en mœures—por usar palabras de Tocqueville—y con la otra esconde el garrote con el que dejará un ojo amoratado, un muslo ennegrecido, dientes caídos y huesos rotos. Y de denuncias ni hablar… “se van con el novio”, dijo un mentecato; “¡Ya chole!”, un dictador.

Pero, eso sí, el 10 de mayo la madrecita recibe un kit de maquillaje para ocultar cualquier vestigio de la guerra que se vive en casa, se pone guapa y sonríe. El país es amable con ella, al menos un día al año. Después regresará la dictadura del macho, del alfa lomo plateado. Pues, el mismísimo Aristóteles nos asegura, es evidente que abrir la puerta de la libertad y, peor, del poder, a las mujeres es un error que pone en peligro la supervivencia misma del cuerpo político. A fin de cuentas, desde el estagirita la masculinidad enferma se ha convencido de que, en efecto, la mujer es incapaz de gobernarse a sí misma, y necesita del fuete varonil para no descarrilarse: Te pego pero me arrepiento luego luego… 

El 10 de mayo, pues, es un día de expiación. El mexicano quiere borrar del cuerpo maltratado de las mujeres esa huella de violencia, de opresión, de humillación; quiere olvidar por un día que detrás de las sonrisas se esconde un sistema de violencia que asfixia a la nación; quiere ser bueno, un buen hijo, un buen padre, ganar una estrellita en la frente que le diga que todo estará bien mañana, cuando todo regrese a la normalidad, en palabras de Serrat: “la zorra pobre al portal, la zorra rica al rosal y el avaro a las divisas… Se acabó, el sol nos dice que llegó el final, por una noche se olvidó que cada uno es cada cual”.

 

IV.

Corrección política. ¿Para qué decir la verdad cuando uno puede disimularla, esconderla entre calificativos, difuminarla en un amasijo de eufemismos? ¿No es nuestra sociedad precisamente eso, el ensayo nunca acabado de la infamia que, empero, no deja nunca de presentarse con un manto de dignidad? “Hay cosas que no se hablan”, “es mejor la prudencia”, “¿para qué buscarse problemas?”, “nada va a cambiar en este país”. Innumerables pretextos que no hacen sino poner un felicísimo velo en los ojos de tantos que salen a celebrar a mamita mientras el país se ahoga en sangre, y sangre de madres, de niñas, de mujeres, de jóvenes estudiantes. 

Hablemos con la verdad, pues. En los primeros tres meses de este año, en Puebla se han reportado 226 casos de abuso sexual, 6 feminicidios, mil 674 lesiones, 4 secuestros, 10 casos de trata de personas, 94 violaciones equiparadas, 108 violaciones simples y mil 994 casos de violencia familiar. ¿Datos agregados de todo el país? En el mismo periodo se tienen 7 mil 28 casos de abuso sexual, mil 863 de acoso sexual, 229 feminicidios, 150 secuestros, 212 casos de trata de personas, mil 780 violaciones equiparadas, 3 mil 535 violaciones simples, 4 mil 122 casos de violencia de género y 56 mil 224 casos de violencia familiar (datos del SESNSP). ¡Valiente país el que se atreve a celebrar a sus madrecitas—mujeres ellas—al tiempo que sepulta, viola, asalta y aterroriza a miles de ellas!

 

La medicina de la verdad. No más eufemismos; no más “mejor dilo así, o así… o de plano mejor no lo digas”. No más tapar la realidad de un país asesino, que pierde su cultura y sus hermosas tradiciones víctima de un Alzheimer combinado con el cólera y una sed de sangre. 

El día de las madrecitas, así como el día de las mujeres, seguirá siendo un día de luto en México hasta que terminemos, de una vez por todas, la estúpida distinción entre las güilas del compadre y mi princesita pura y santa; hasta que todo varón mexicano entienda que toda mujer, desde la prostituta que se vende en las calles hasta la directora de empresa, tienen una dignidad excelsa que exige—no “pide” ni “recomienda”—un respeto absoluto hacia su persona; hasta que varón y mujer salgan a la calle en pie de igualdad, con la misma sensación de seguridad e invulnerabilidad; hasta que nadie, absolutamente nadie, sea víctima de la violencia familiar que convierte el hogar, el sitio de acogida, de cobijo, en un infierno permanente; hasta que la violencia contra la mujer no sea la de ocho columnas en los medios; hasta que no exista un presidente, ni funcionario, ni burócrata que se atreva a ignorar la crisis por la que atraviesa México. 

Hablamos de mamás, hablamos de mujeres. En la composición sistémica del problema que vivimos, la paradoja madrecita/mamacita devela una cara de Jano que quiere distraernos de la realidad profunda, a saber, la desquiciada violencia contra la mujer. Perdóneme aquel lector que haya llegado hasta aquí, con arcadas y acidez estomacal (culpa de mis palabras y no, como podría pensarse, de las chalupas y cemitas que se empujó este 10 de mayo sin control) que no haya otro mensaje de esperanza que la confianza en que son ellas, las mujeres, las madres, las jóvenes, las niñas, las que hoy, más que nunca, nos confirman día a día que es posible creer en un cambio, incluso cuando todos los dados están cargados en contra.