Hacia una cultura de la paz
20/05/2022
Autor: Dr. Herminio S. de la Barquera y A.
Foto: Decano de Ciencias Sociales

Si analizamos la historia de la humanidad, veremos que hay un fenómeno que siempre la ha acompañado: la violencia. Esto se refleja, por ejemplo, en las innumerables guerras y sangrientos conflictos que se registran constantemente a lo largo de esta historia. Pero también es cierto que siempre ha habido esfuerzos, algunos coronados por cierto éxito, por buscar la paz. A veces, algunos de quienes dicen buscar la paz terminan por imponerla sin reparar mucho en la justicia. Eso pasa, por ejemplo, en las dictaduras contemporáneas y en las tiranías de antaño. La paz, en estos casos, podemos concebirla simplemente como la ausencia de la guerra. Esta condición, con la ayuda de la fuerza, a veces puede ser impuesta por un tirano o un grupo de ellos con relativa facilidad, como ocurre hoy en día, tomemos por caso, en Cuba o en Corea del Norte.

Pero hay otro tipo de esfuerzos que se dirigen a tratar de erradicar la guerra, el conflicto sangriento y la violencia tratando de combatir sus causas y de instaurar un orden político duradero de paz y justicia, basado en la profunda convicción de que la paz se constituya como un amplio y permanente orden legal y cultural que dé cabida a una forma de vida que busque, como el objetivo más elevado, la justicia y el bienestar espiritual y material de las personas. Esta concepción de la paz, más amplia y profunda, es por lo mismo más difícil de lograr y hay que luchar por ella, pues no se trata simplemente de una ausencia de la guerra sino de un estado de cosas que comienza en la convicción de las personas de que así puede y debe vivirse, de que hay que respetar a los demás, sobre todo en su dignidad como personas humanas, y de que este tipo de paz debe defenderse con toda energía. Por eso, decía San Agustín que la paz es la tranquilidad en el orden (“Pax tranquilitas ordinis”). En una dictadura podrá haber orden, pero no hay tranquilidad. Lo malo es que, en muchas ocasiones, cuando la gente nace, vive y muere en una dictadura o en una sociedad violenta, no siempre es consciente de ello, pues no conoce otra cosa.

Un orden social justo requiere de la paz; allí encontramos los fundamentos del bien común, como objetivo de la sociedad y del gobierno, pues la política es la lucha por el recto orden, como decía el politólogo alemán Otto von der Gablentz. Por eso es que, en esta lucha, todos tenemos una corresponsabilidad, pues cada uno, en su nivel, debe fomentar, cultivar, consolidar y proteger la paz, buscando dicho “recto orden”, respetando la dignidad de la persona humana y también los bienes de la Creación, cosa que frecuentemente olvidamos también. El derroche de los recursos naturales también incide de manera negativa en las condiciones de vida, pues no puede haber paz si dilapidamos los bienes externos o si los acaparamos de manera abusiva y egoísta.

Sobre esto han reflexionado muchos pensadores a lo largo de la historia. Así, Santo Tomás de Aquino, siguiendo la línea tendida por San Agustín, afirmaba que la paz es producto del orden, pero que en la búsqueda de la paz no podemos improvisar sin saber exactamente qué buscamos. Por eso, en su “Suma teológica”, se muestra convencido de que hay tres requisitos para que la sociedad viva correctamente: primero, que la sociedad viva unida por la paz; el segundo es que esta sociedad sea dirigida a obrar bien; y, en tercer lugar, que haya una necesaria riqueza para poder vivir rectamente.

Por lo tanto, paz no es simplemente “no guerra”, sino que debe pensarse en ella como la ausencia de una violencia cultural, estructural y personal, es decir, algo que va más allá de la simple ausencia de un conflicto armado. Tomemos, para explicar esto, el caso de México. Ciertamente, no estamos en guerra, como sí lo está la sufrida Ucrania, pero no podemos decir que vivamos en paz, puesto que la enorme cantidad de delitos, crímenes, asesinatos, secuestros, desapariciones, feminicidios, etc., trastocan de manera muy marcada la vida tranquila que todos anhelaríamos tener.

Esto no sólo se explica a partir de aspectos coyunturales, como puedan ser la aparición súbita de algún cabecilla criminal o la demanda de alguna substancia prohibida que se haya puesto de moda, sino que se basa en graves problemas sociales y culturales de naturaleza estructural. Ya desde el lenguaje cotidiano mismo percibimos la violencia en México, pues ese lenguaje es generalmente ofensivo e inclusive misógino, con el agravante de que incluso muchas mujeres lo usan, quizá sin reparar mucho en ello. En nuestro país, es verdad, no hay guerra, pero tampoco reina la paz.

Podemos decir, entonces, que la paz no es solamente un estado de cosas, sino un proceso, que debe estar caracterizado por la necesidad de afianzarlo no solamente en las relaciones entre los Estados, sino en el interior de los Estados y en el interior de las personas, buscando la erradicación de la violencia y de la opresión, y apuntando hacia la consolidación de las libertades y de la justicia social. La paz, como la democracia, no caen del cielo, acompañadas de champaña, sino que hay que luchar por ellas. La paz y la civilización son fenómenos que debemos entender como una unidad, por lo que, en un Estado de Derecho, la democracia, la justicia social, el respeto entre todos los habitantes y actores políticos, así como la capacidad de diálogo, ponen los cimientos sobre los que se debe asentar, de manera permanente, la paz.

Y como la paz hay que buscarla, defenderla y consolidarla –ya dijimos que es un proceso-, no debemos confundir la ausencia de guerra con la paz. Esta confusión es en la que creen los pacifistas, esos mismos que ahora están diciendo que, para que se acabe la guerra en Ucrania, hay que dejar de enviarles armas a los ucranianos, para que se rindan pronto y se acabe la guerra. ¿Una “paz” así sería en verdad paz? ¿La paz dictada por el invasor ruso? ¿La paz de la opresión y de la injusticia? ¿La paz del agresor? ¿Y por qué les quitamos a los ucranianos el derecho a decidir si se defienden o no? Si ellos han decidido defenderse de una invasión a todas luces injusta, debemos apoyarlos con todo lo que esté a nuestro alcance, pues una posición “neutral” beneficiaría solamente al más fuerte, que en este caso es el invasor, el agresor. Esa es una posición pacifista, pero no pacífica, pues, para el pacifista, basta para que no haya guerra para sentir que ya hay paz; para el pacífico, por el contrario, para que efectivamente haya paz debe haber también tranquilidad, justicia, orden y respeto; además, el pacífico sabe que, si hay que luchar por ella, lo hará con plena convicción.

Debemos estar conscientes, por lo tanto, de que la paz debe ser nuestro objetivo, tanto en el plano personal, como en el social y en el internacional. La historia de la humanidad, como dijimos al principio, parecería que es la historia de la guerra, pero también podríamos contemplarla como una búsqueda permanente de la paz, pues siempre ha habido personas que lo han intentado, sabiendo que no nacemos necesariamente con la paz bajo el brazo, sino que ese estado de cosas se alcanza después de un proceso que incluye, desafortunadamente con harta frecuencia, la lucha por llegar a él. Esto no es fácil, y muchos autores creen que esta dificultad por alcanzar la paz se debe a que el Hombre es malo por naturaleza. Yo no veo en esta explicación la razón de la guerra, sino que buscaría esta explicación en el hecho de que el Hombre es libre, posee libre albedrío y busca el bien, pero a veces se equivoca en poder precisar qué es bueno y qué es malo, tanto para él como para los demás, además de que muchas veces antepone sus intereses y su bien personal al interés de los demás y al bien común.

Luchar por la paz, por lo tanto, no es fácil. Los instintos a veces depredadores del Hombre, el egoísmo, la falta de reflexión sobre lo que es bueno o malo, la arrogancia, la ambición desmedida y la vanidad son obstáculos considerables en la búsqueda de una paz duradera y justa. Debemos, por lo tanto, luchar por una cultura de la paz que se ancle en lo profundo del alma humana, que nos ayude a entender que debemos respetar la dignidad de todos, que el bien propio no debe anteponerse al de los demás ni que debemos buscar nuestro bienestar a cualquier precio, pasando incluso por encima de los demás. Esta es una lucha cuesta arriba y para emprenderla hay que hacer acopio enorme de constancia, capacidad de predicar con el ejemplo y espíritu de sacrificio. No olvidemos que el Maestro que con más ahínco señaló la importancia y la esencia de la paz, tanto de la interior como de la que debe haber entre las personas y entre las naciones, acabó pagando su osadía y entrega en la cruz.