A pesar de que Platón y Aristóteles son autores que respondieron a los signos de su tiempo, leemos y estudiamos sus obras, como pensadores clásicos, en cuanto que sus disquisiciones nos siguen interpelando. Lo que hace que un clásico sea tal no es la distancia histórica que nos separa, sino su capacidad para interpelarnos en distintas épocas y contextos de la historia: su filosofía sigue y seguirá teniendo vigencia, no sólo porque al interior tengan una serie de aporías que merecen nuestra atención -como el problema del tercer hombre respecto a la teoría platónica de las ideas-, sino también porque su filosofía nos ayuda a comprender, ahondar y reformular muchas de las cuestiones contemporáneas. Estudiamos historia de la filosofía y sus principales representantes, no para ser fieles seguidores suyos, platónicos o aristotélicos, sino para aprender a hacer filosofía como ellos. La filosofía, a diferencia de otras disciplinas o ciencias, mantiene una relación con su historia que es de carácter constitutivo.
En efecto, mientras que en otras disciplinas o ciencias, como lo es la medicina, la química o la física, vemos que su historia es una disciplina distinta a éstas, algo independiente que no es parte de su saber actual, la historia de la filosofía tiene un carácter constitutivo que es irrevocable. De ahí que, aunque en la medicina, la química o la física vemos que algunos descubrimientos del pasado siguen teniendo vigencia, como ocurre con algunas de las observaciones de William Harvey sobre la circulación de la sangre, también nos damos cuenta de que gran parte de sus descubrimientos pasados encierran tan sólo un interés histórico que los hace irrelevantes frente a otros descubrimientos actuales. El geocentrismo de Ptolomeo, por ejemplo, es una propuesta histórica interesante para comprender la forma de ver el mundo antes de la Revolución Copernicana, pero no diríamos que es una hipótesis relevante para la física contemporánea. Algo diametralmente distinto ocurre, por ejemplo, con la filosofía aristotélica de la naturaleza, la cual, a pesar de que toma elementos de la cosmología de su época, nos sigue ofreciendo una serie de cuestiones interesantes, como lo son sus disquisiciones sobre el tiempo, sobre estructura teleológica del mundo o su noción de naturaleza.
Quien desprecia la historia de la filosofía como algo arcaico u obsoleto, corre el peligro de caer en una especie de «adanismo filosófico»1, i.e., en la ficción de creer o pretender que se está afirmando algo radicalmente novedoso y original cuando, en realidad, sólo se está repitiendo algo que otros ya habían señalado. Para comprender la riqueza de autores clásicos como Platón y Aristóteles, en consecuencia, es necesario considerar, junto con Gadamer, que lo “clásico es lo que se mantiene frente a la crítica histórica porque su dominio histórico, el poder vinculante de su validez transmitida y conservada, va por delante de toda reflexión histórica y se mantiene en medio de ésta”2. Cuando leo un clásico de la filosofía, en efecto, me veo interpelado por una tradición que me cuestiona y que me conduce irremediablemente a dialogar, de modo que el texto y su autor, que se encuentran temporalmente situados en su contexto histórico, me dicen algo que tiene sentido en el lugar en el que me encuentro.
Volvemos a los clásicos, en consecuencia, porque consideramos que su capacidad para interpelarnos y, en especial, para cuestionarnos, sigue viva: aunque autores como Platón y Aristóteles escribieron atendiendo a los signos de su tiempo, no por eso el sentido de sus palabras -lo dicho- se agota en su contexto, sino que éstas son capaces de trascender a su contexto para entablar un diálogo con cada uno de sus interlocutores. De ahí que para la filosofía, y en general para todas las ciencias del espíritu, sea fundamental el estudio de los clásicos, los cuales no deben leerse como si su significación se limitara a su contexto histórico, sino también en función de aquello que pueden y deben decirnos de cara al lugar en el que estamos históricamente situados. Esto último significa que no sólo debemos leer a los clásicos y discutirlos como si fueran contemporáneos nuestros, y no como históricamente distantes, de modo que nos sea posible una cierta apropiación y fusión de horizontes.
En el caso de Platón y Aristóteles, en particular, nos encontramos ante dos titanes de la filosofía, dos filósofos que, sin lugar a duda, han marcado a toda la tradición filosófica occidental y que, por tanto, ameritan una lectura mucho más profunda y concienzuda de sus obras. Leerlos con ese rigor, sin embargo, requiere un esfuerzo enorme, más cuando se trata de una obra lo suficientemente extensa y densa como para tener que dedicar una vida entera a tratar de comprenderlos a cabalidad, sin que nada nos ofrezca la más mínima garantía de éxito en esta empresa.
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1. Cf. Carpio, A., El sentido de la historia de la filosofía. Ensayo ontológico sobre la “anarquía” de los sistemas y la verdad filosófica, Buenos Aires: Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1977, p. 100.
2. Gadamer, H.G., Verdad y método, trad. Ana Agud Aparicio y Rafael de Agapito, Salamanca: Sígueme ,2007, p. 356.