En el mundo actual, el fenómeno político más frecuente y constante es el de las elecciones. Es muy difícil encontrar algún país en el que no se organicen, con mayor o menor periodicidad, procesos electorales. Empero, no todos ellos discurren bajo los parámetros de las democracias de tipo liberal que encontramos en Noruega, Nueva Zelandia, Islandia, Suecia o Finlandia. El hecho de que en un país los ciudadanos acudan a las urnas no significa automáticamente que las elecciones sean democráticas. Es por eso que, en su mayoría, las naciones del mundo no pueden ser consideradas como democracias plenas o consolidadas, sino que podemos catalogarlas como regímenes autoritarios, democracias débiles o deficientes, o bien como regímenes híbridos, es decir, que mezclan características tanto de la democracia como del autoritarismo. Es así que, en la mayoría de los países, las elecciones no sirven para decidir libremente quién ocupará determinados cargos públicos, sino que se organizan para legitimar al autócrata en turno, como acaba de pasar en Rusia.
Podemos afirmar que menos del 10% de la población mundial vive bajo condiciones de “madurez” democrática. En nuestro subcontinente latinoamericano, sólo Costa Rica y Uruguay pueden ser catalogados como regímenes democráticos sólidos, seguidos por Chile. Lamentablemente, la calidad de la democracia latinoamericana ha venido deteriorándose en los años recientes, como ya hemos comentado en este espacio en ocasiones anteriores. México ha colaborado para que se presente esta triste situación: ciertamente celebramos elecciones periódicas y hay muchos partidos políticos, pero la libertad de prensa es atacada desde el mismísimo gobierno federal, la oposición es acosada y criticada desde el púlpito / patíbulo de las conferencias “mañaneras”, la independencia del Poder Judicial está abiertamente amenazada por el Presidente de la República y por la candidata oficialista a la presidencia, las herramientas jurídicas para la defensa de las personas ante probables abusos de las autoridades son ahora más débiles, el ejercicio de las libertades cívicas por parte de los ciudadanos es visto con recelo y enojo por el Presidente, y el Poder Legislativo ha dejado de cumplir con su papel de contrapeso frente al Poder Ejecutivo. Estos rasgos nos indican que nuestro país se aleja cada vez más de las democracias fuertes y se aproxima a los regímenes autoritarios, como los que el presidente López dice admirar: Cuba, Venezuela, Nicaragua o Rusia.
Generalmente, en una democracia, ya sea fuerte o débil, las elecciones tienen un cierto sabor plebiscitario, pues el candidato oficialista representa la continuidad de lo que el gobierno en funciones ha realizado y los partidos de oposición se manifiestan por diferentes caminos de cambio. Los electores deben decidir, con su voto, si desean continuar por el camino del gobierno o si prefieren buscar otros rumbos. Puede ocurrir, sin embargo, que el gobierno o el jefe del Poder Ejecutivo gocen de una amplia popularidad pero que el candidato oficialista pierda las elecciones. De todas formas, esto no altera lo que hemos afirmado: por regla general, los candidatos oficialistas representan la continuidad y los opositores, el cambio.
Esto es más claro cuando solamente hay dos candidatos que compiten entre sí o cuando, en un escenario de varios candidatos, sólo dos tienen abiertas probabilidades de triunfo, quedando el resto a una distancia inalcanzable. Este panorama es normal en diversos países democráticos, por lo que no es nada extraño observar una alternancia entre los partidos más fuertes: en Alemania, por ejemplo, a periodos en los que el partido socialdemócrata (SPD) domina, le siguen otros en los que sube al poder la democracia cristiana (CDU / CSU). En Inglaterra han gobernado tanto los laboristas como los conservadores, y en Costa Rica hubo dos partidos que se alternaron en el poder entre 1986 y 2002.
Una situación diferente se vive cuando uno de los partidos en lid representa (abierta o veladamente) una amenaza para la subsistencia de la democracia, mientras que el otro busca preservarla, o cuando se ponen en juego condiciones verdaderamente fundacionales en el Estado, como fue el referendo para decidir si el Reino Unido permanecería en la Unión Europea o saldría de ella, lo que llevó al proceso llamado “Brexit”, de funestas consecuencias.
Es por eso preocupante que en México estén en juego sólo dos opciones en el presente proceso electoral: o seguir en el camino hacia un régimen autoritario, marcado por el máximo dirigente de la “4T”, el presidente López, o buscar el rescate del Estado de derecho y de las instituciones democráticas que se habían ido construyendo trabajosamente, como parece indicar la alianza opositora. Es verdad que, aunque estábamos aún lejos de consolidar nuestra democracia, gozábamos de instituciones que prometían una mejoría en las condiciones de libertades y derechos, cosa que ahora parece estar más lejos. Esta situación es alarmante porque, de seguir en el camino en el que estamos, nuestra débil democracia podría acabar por sucumbir: tanto López como su candidata son partidarios de debilitar a la Suprema Corte de Justicia, único poder aún no colonizado por la 4T; ambos pugnan por mantener a las fuerzas armadas en múltiples tareas ajenas a su naturaleza; los dos se declaran por el debilitamiento de las herramientas jurídicas que defienden al ciudadano, como lo es el juicio de amparo; presidente y candidata ven con buenos ojos a un Poder Legislativo obsequioso con el Ejecutivo y entregado a él; ninguno de ellos gusta de los pesos y contrapesos que caracterizan a un régimen democrático; los dos no parecen comprometidos seriamente con luchar contra la corrupción ni contra la delincuencia organizada; ambos personajes buscan eliminar la representación proporcional en el congreso y buscan debilitar al INE.
Por lo tanto, el dos de junio estará en juego algo más que la Presidencia de la República: estará en juego nada menos que nuestro régimen democrático, con todas sus imperfecciones. Los electores tendrán que escoger entre una propuesta que busca continuar y consolidar un régimen autoritario, incompetente y derrochador, o establecer un régimen de libertades, con seguridad pública y respeto a la ley. Es una elección plebiscitaria entre autoritarismo y democracia, por lo que no hay lugar para una supuesta “tercera vía”, como la que dice proponer Movimiento Ciudadano. El papel de Jorge Álvarez Máynez será terminar en tercer lugar, quitando votos a la oposición y ayudando a la candidata de Morena. Cada voto por él favorecerá a Morena.
Por todo lo anterior, es evidente que no se trata de una contienda entre dos personas, entre dos candidatas, sino entre dos caminos, entre dos proyectos, entre dos destinos. Podrá ser simpática o no la candidata de la oposición, pero es la única que representa la opción de detener esta marcha al despeñadero del autoritarismo de López Obrador. De todas formas, si dentro de seis años no estamos satisfechos con el desempeño de la presidencia de la Sra. Gálvez, simplemente podremos votar por otra opción, o podemos castigarla dentro de tres años votando por un congreso que la contenga. Pero si damos ahora nuestro voto a la candidata Sheinbaum, es muy probable que dentro de seis años ya no tengamos elecciones ni siquiera medianamente competitivas, así que será mucho más difícil deshacernos de Morena como partido gobernante, causante del desastre que estamos viviendo en materia de seguridad, salud, educación, combate a la corrupción, infraestructura, medio ambiente, etc.
Si Morena vuelve a ganar la presidencia de la República, la mayoría en ambas cámaras del Congreso de la Unión, el gobierno de la Ciudad de México y la mayoría de las gubernaturas en disputa, la posibilidad de recuperar el camino hacia un régimen democrático en México se vería definitivamente interrumpido y acabado. La historia nos enseña que es más fácil que un régimen democrático colapse a que vuelva a democratizarse. Como todos los autócratas, el presidente López y los morenistas le llaman democracia a su régimen, pero en los hechos sabemos que no lo es: se trata antes bien de una imposición, por el camino de las elecciones, de un régimen centralizado, monolítico, unipersonal, discrecional y abiertamente antidemocrático, contrario al diálogo, a la generosidad y a la concertación.
Así que no se trata de simpatías personales, sino de la sobrevivencia misma de nuestra débil democracia, de nuestras libertades y derechos, y de la posibilidad de encaminarnos a una vida cada vez más digna para todos. Nos quedan unos días de reflexión; aprovechemos que aún tenemos elecciones libres y dos opciones para escoger qué país queremos para las siguientes décadas.