Le arrancó las manecillas a su reloj y se detuvo el tiempo.
Lucrecia ya no envejecía y se pasaron así las horas y los días y los meses y los años y también pasó un gato por su cornisa.
Pero para ella, el tiempo no transcurría.
Lucrecia se había vuelto eterna e inmortal.
El día más y menos pensado, Lucrecia murió de vejez.
El tiempo sólo había jugado a las escondidillas.