Alas de la Memoria es un espacio de creación literaria de la Facultad de Humanidades a cargo del Dr. Noé Blancas. ALAS DE LA MEMORIA y el cuento que a continuación comparte, fue el ganador al primer lugar del Tercer Certamen de Cuento "Alas de la Memoria", efectuado en 2021.
Los vecinos tenían fiesta. A ambos lados de su casa se escuchaban voces, risas y música. Se preguntó qué canción sería la siguiente en el karaoke cuando se le escapó la primera lágrima. Se dijo a sí misma que la felicidad de los demás no tenía por qué hacerla sentir más miserable de lo que ya era. En realidad (ya que estamos hablando de eso), no tenía del todo claro cómo se sentía. Ajá, se sentía triste, llevaba un rato así, pero esto era algo más, ¿exactamente qué?
—Quién sabe –se contestó en voz alta mientras se sorbía la nariz. Qué ridícula. Como si alguien la fuera a escuchar. Nadie estaba ahí, en la azotea. Sólo Cam (siempre Cam), ¿y qué le iba a contestar? Pues nada, porque los perros no hablan.
Rechinó los dientes (una maña muy desagradable, si me lo preguntan) y apretó los puños de su camisa gris de manga larga. Le gustaba mucho el gris. Y el blanco y el negro. Y cuando se sentía bien, el azul índigo. La hacía sentir viva, enorme, respirable. Bien raro, pienso yo, pero ella decía que era porque no se puede confiar en nadie, y mucho menos en tu cerebro y corazón. “Par de hipócritas traicioneros”, se quejaba (porque siempre se estaba quejando de algo), toda enojada. Uno puede manipular al otro a placer y viceversa, qué corrupto. Pero los pulmones no. No obedecen a ninguno de los dos (bueno, claro que sí, pero de eso no se trata. Gea en sus ratos libres se creía poeta). Decía que cuando uno está feliz incluso respira mejor. Libre y en paz.
No termino de comprender el momento en el que todo se cayó, porque su vida no iba tan mal. Quizá haya sido en el mayo pasado: estaba cruzada de piernas sobre su cama (recuerdo muy bien la cobija, era una lila de lana), se estaba pintando las uñas de un azul metálico cuando su madre entró a su cuarto. Aún no había puertas en las habitaciones porque se acababan de mudar, la casa era amplia y tenía un vitral de colores que la hacían sentir feliz cada que subía las escaleras (a brincos de conejo). Venía con la nariz roja y el rímel corrido seco en las ojeras. Le dijo que se iba a ir. Que lo había pensado y que lo mejor era dejarlos (a ella y a su papá) por el bien de todos.
Jamás había pensado que se fuera a ir. Tenía muchos años que estaban en la misma situación, tantos que ya era una costumbre vivir así: a secas, sin sal, sin limón. Pero nunca había reparado en que podría terminarse. Esa sobriedad era todo lo que conocía, a lo que su espina dorsal estaba abrazada. Sí, no era algo que le gustara, pero le gustaba mucho menos el cambio (“el cambio” qué horror). El simple pensamiento hacía que Gea se rascara la parte de atrás del hombro izquierdo, un tic nervioso que sólo tenía cuando algo le daba ansiedad (porque siempre estaba preocupada). Le dejaba costras porque en todo momento se encontraba en guardia, con las manos y mente preparadas, por si acaso. Y a cada rato lo mostraba. Por ejemplo, cuando comía sopa: le soplaba a la cuchara incluso sabiendo que estaba fría, porque no fuera a ser que en una de esas se fuera a quemar la lengua.
Uy, y si el cambio le daba miedo, el dolor le daba pavor. Cualquier tipo de dolor, desde los raspones, los piquetes de mosco y las inyecciones (prefería mil veces tomar medicamentos que dejarse picar la carne con una inyección; por eso mismo casi no se enfermaba), hasta el dolor emocional: en amistades, en la escuela (era una perfeccionista, el rechazo de sus trabajos le resultaba pernicioso) y en el amor (ni lo mande Dios), porque, en realidad, en su casa ya tenía suficiente de eso, ¿para qué sufrir de más?
Su madre no le dijo cuándo iba a irse, pero que era seguro que lo haría. Lloraron juntas, porque por mucho tiempo no sabría de ella, o, al menos, hasta que estuviese mejor y regresara (quién sabe cuándo). A pesar de sus declaraciones nunca lo hizo, no se fue. Pero Gea siempre lo estaba esperando. Vivía con el miedo constante de llegar un día de la escuela y encontrar el clóset vacío y la cama desordenada. Era como el cuento de la Migala, acechándola.
Le encantaba pensar que en otra vida habría sido Roxana y no Gea. Donde Roxana no habría encontrado unos mensajes medio raros en el teléfono de su padre, y su madre después se hubiese dado cuenta de que les estaban poniendo los cuernos. A las dos, aunque suene descabellado. Porque Gea (bueno, Roxana) le había llorado mucho (no tanto como su madre, que le había regalado la vida entera a ese hombre) cuando se había enterado. Tenía 13 años, y cuando lo tuvo de frente le reclamó en medio de hipos, sollozos y lágrimas: “¿Qué no tenías aquí todo lo que necesitabas?”. Porque no podía concebir que el amor que le daban no fuese suficiente para llenarlo, ¿pues qué más quería? “Una puta rubia con los dientes chuecos y la falda a media nalga”, escuchó una vez a su madre gritarle a Don Genaro (así se llamaba su papá).
En fin, que luego de muchos gritos y sesiones de lágrimas de parte de los tres se perdonaron (o eso pensaban). Y al principio, todo funcionó un poco, pero después ya no. Ahora casi no se hablaban. No quería decir que su padre fuera malo, era un buen hombre (era su papá ¿qué más iba a pensar de él?) que había cometido errores. “Vaya errores”, decía siempre Loren, su mejor amigo. Y al pensar en él, a Gea le dolieron las costillas (ay, Loren. Ese es otro tema).
Pero bueno, finalmente, hacía una semana se había ido. Y dejó el clóset vacío y la cama desordenada. Ella sabía que era lo mejor, y no podía ir con ella, porque su peso las rompería a las dos. No le había contado a nadie que sabía que se iba a ir, y no tenía a quién contarle ya que lo había hecho, porque sólo tenía a Loren, y ahora él también se había ido.
Podía comparar el recuerdo de Loren con su sabor menos preferido de refresco. Decidía pensar en él cuando no tenía nada más en qué pensar. Cuando el libro que estaba leyendo le parecía aburrido o cuando no podía conciliar el sueño después de dar muchas vueltas sobre la cama, de madrugada. Sólo entonces se daba permiso de pensarlo. Muy en el fondo de su mente se preguntaba si realmente seguía este procedimiento deliberadamente o lo hacía de manera consciente. Si era no decidido poner pensamientos encima de él, ocultándolo de la superficie, donde podía aparecer en cualquier momento.
Fuese de una u otra forma, en aquellos minutos de desatada libertad mental, se preguntaba si él la extrañaba de la manera en que ella lo hacía. Si ponía tanto esfuerzo para evitar que su nombre saltara a mitad de la cena (al nombre “Loren” le gustaba aparecer en medio de un bocado y otro) o amanecer malhumorado por haber soñado con ella la noche anterior (Bueno, eso era imposible, porque él no soñaba).
En ese momento, comenzó a llover y bajó rápido las escaleras con Cam en brazos. Gea detestaba la lluvia porque la hacía sentirse más sola de lo que en realidad estaba (tenía a Cam ¿no?). Su padre no estaba en casa, le había llamado unas horas atrás y había dicho que tenía trabajo y que llegaría de madrugada. Como no tenía hambre, decidió dormir temprano e ir a lavarse los dientes, una actividad sencilla e inofensiva ¿verdad?
El peso masivo del recuerdo de Loren y de su madre la golpeó mientras cepillaba sus dientes. Aplastó su pecho como la lluvia que recién había caído y la abrazó dolorosamente, estrujando sus huesos, contrayendo el oxígeno en sus pulmones. Por un momento pensó que podría darle un ataque cardíaco. En realidad, lo deseó. Deseó morir en una última punzada de dolor, porque así, al menos, sabría que no existiría ninguna más.
El detonante fue la memoria de un beso, “¡EL BESO!” porque (en palabras de Gea) “la besó como si fuese un libro”, y ella los adoraba. “Como si fuese de papel, y la ropa de cartón”. Un día antes de las vacaciones de verano. A medio beso, Loren había dicho: “Dile al universo que se calle tantito”, porque sabía que en la mente de Gea volaban muchos pensamientos, como siempre. Qué bien la conocía. Y claro, en el momento ella se sintió rozando el paraíso con la punta de los dedos, pero después entró en pánico (porque qué tal si no la quería tanto como ella a él; porque si no fue suficiente para su propio padre, ¿qué esperanzas tenía de que alguien la quisiera?), y le dijo que no estaba enamorada de él (la mentira más grande de su vida). Loren se molestó (porque él siempre lo había estado de ella) y discutieron y, en algún momento, entre el enojo y el corazón roto, Loren había dicho que no la necesitaba (la mentira más grande de su vida).
Así que allí estaba ella, semanas después, llorando mientras se cepillaba los dientes. Enjuagó su boca a mitad de un sollozo y caminó sosteniéndose de las paredes hasta llegar a su habitación, donde se recostó de espaldas sobre su cama, subió las rodillas a la altura del pecho y se abrazó a sus piernas. Se meció (o lo que sea que haya hecho mientras las lágrimas mojaban la cobija, ahora era una azul) suavemente y se repitió más de 20 veces que estaba bien. Después de varios minutos pudo respirar mejor, y pensó en cuán maravillosa era esa posición.
Loren era su lugar seguro, donde iba cuando sentía que las cosas iban mal. Sabía que le sobaría la herida, le daría un beso frente y entonces las cosas estarían mejor. ¿Qué iba a hacer ahora que su “lugar” ya no estaba? Construirse uno, de mente y tejidos y huesos. De lo que encontrara. Antes de que su madre se fuera había pensado en contarle de Loren, pero no estaba lista para aceptar que en realidad se había ido, como si fuese un cuento de terror y, en cuanto lo dijera en voz alta, se haría realidad. Pero ahora, no estaban ni su madre ni Loren. No había caricias de mentón y mucho menos besos en la frente.
A menudo fantaseaba en cómo sería su reencuentro. Podría terminar de dos maneras: con ella corriendo a sus brazos (a sus abrazos infinitos), sollozando y untando sus mocos en la sudadera gris de Loren. Como escena de película: tomarlo de los hombros y decirle (con voz gangosa, por los mocos. Muy poco romántico): “Bésame los párpados hasta que se les olvide cuánto te lloraron”. O, la versión “dura” (la que se creía capaz de hacer. Aunque ni de broma le iba a salir) donde lo encontraría por la ciudad, lo miraría con frialdad, y pasaría de largo junto a él. No le dirigiría la palabra y se alejaría a paso seguro: con sus converse blancos y su camisa azul de botones.
Abrazada a Cam sobre su cama, pensó en que sería bueno intentar dormir. También en que el cachorro era una de las pocas razones por las que seguía cuerda (o algo así). Deseó navegar profundamente en su subconsciente armada de una pala, así podría desenterrar todos los recuerdos (como si fueran flores. Qué lástima, a ella le encantaban) y dejar de llorar. Aunque no se creía capaz de destruirlos o tirarlos a la basura (un bote imaginario que se encontraba en la esquina de su mente, a veces tiraba ahí malas ideas, o malas decisiones), ni tampoco de ponerlos en un florero, porque le dolerían mucho. Así que la mejor opción era guardarlas en una cajita y esperar a que marchitaran por causas naturales y falta de sol.
Deseó también poseer esa habilidad de no poder soñar, porque así, al menos, podría evitar encontrarse con su madre o con Loren (o con sus recuerdos) en algún pasillo, en algún sueño. Y ahí, tal vez, incluso podría ser Roxana.