Alas de la Memoria es un espacio de creación literaria de la Facultad de Humanidades a cargo del profesor Noé Blancas.
Este es el cuento ganador del Segundo lugar del 3er. Certamen de Cuento “Alas de la Memoria”, efectuado en 2021
Mi mente va y viene a lugares de otra vida. Otra yo. Miles de recuerdos cruzan mi cabeza. Colores, olores, personas y sus risas. Algunos amigos, otros familiares. La mayoría, extraños que fueron cercanos en otra época. Como una lupa, intento localizar algo preciso para escribir. Nada parece digno. Es lo que los escritores hacen, compactar cada una de sus memorias, las combinan con sus emociones y las plasman con técnica sobre el papel. Hay obras maestras como el Moderno Prometeo, que son fruto del dolor y la decepción. Otras, nacen del ingenio como Cien años de soledad. Y unas pocas, son solo borradores llenos de arrugas, polvo, años y olvido.
Mi mente aún divaga. No, eso no. Eso tampoco es aceptable. Podría narrar el amanecer que siempre me encuentra al levantarme. Cómo me persigue hasta que la oscuridad cae sobre mi recámara. Podría contar los secretos de la luna, y de sus hijas las estrellas. Podría recordar cómo eran tus ojos, pero mis palabras nunca les harían justicia. Podría contar de una amiga que se deslizó como las hojas de un viejo calendario.
Ella y yo éramos como un par de hojas de diferentes estaciones. Su presencia en una habitación era luz pura que sustituía la oscuridad de su ausencia. Una atmósfera de risas cálidas, de una energía sanadora nos ofrecías a todos. Era de aquellas que, sin darte cuenta, abrazaba tu corazón. De esas que te acogía en su vida y sus fiestas. Sin darnos cuenta, esa atmósfera se extinguió y le siguió un vacío.
Aún recuerdo las primeras coincidencias en la escuela, en las reuniones de cumpleaños. La primera pijamada. Nunca esperé encontrar una compañera como ella en un grupo de niños pequeños. Nunca imaginé que, aunque hubiéramos visto las cuatro estaciones del año el mismo número de veces, tuvieras tanto que enseñarme. Era un alma vieja con una lucidez amarga, oculta en una niña morena, con hoyuelos y dos coletas.
—¿Sabes que algún día nos separaremos de verdad? –preguntó un crepúsculo, bajo un árbol de alguna plaza comercial, bajo el ataque de aquella lucidez.
—Nunca lo haremos –contesté.
No sabía que ella tenía razón, pero fue amable para contestar ante tal impulso con una agria sonrisa. Esa era su magia: saber que algún día se alejaría de todos nosotros. Saber que algún día solo sería un recuerdo en blanco y negro por la antigüedad. Ella sería la Julieta más apasionada de nuestras vidas.
Mi mente se dejó arrastrar al agujero negro de Alicia con su memoria. Una de las muchas vidas inspiradas por el enamoramiento. ¿Cuántos males puede traer el amor? Esa sería una buena pregunta para iniciar la historia de un desamor. Todo empezó por una chispa de risas. Por una avalancha de bromas sin sentido. Conectamos como solo dos personas predestinadas a encontrarse pueden hacerlo. Él era capaz de leer mi mente, de entenderla aún mejor que yo.
Recuerdo las voces de solteros deseando tener algo así. Recuerdo haberme preguntado cientos de veces a quién o qué debía agradecer por tal giro en mi historia. Planeamos tantas cosas, tantos posibles futuros que olvidamos vivir en el presente. De vez en cuando, tu recuerdo viene a visitarme. A veces por la mañana, otras por la tarde. Esos rizos indomables, que crecían demasiado rápido. Esa risa escandalosa. Ese paso apresurado, esa sudadera que nunca dejaste de usar. Estar contigo era como una nostálgica tarde de verano.
Eres ya solo un recuerdo, que trae un torbellino de más recuerdos. Las calles que recorría aquella época, los rayos del sol que iluminaban mi rostro y la sombra que dejaba atrás. La puerta de aquel auditorio color vino, cuya pared estaba gastada por tantas pinceladas de pintura aceitosa. Los escalones de piedra que subía con el deseo de verte otra vez. Melodías, risas, colores, olores y lugares, todo lo que solíamos ser. Fuimos una ocasión especial, una fracción de vida.
Desde el inicio, la voz de la amargura y letal verdad me susurró que nunca podríamos estar juntos. Por un año, la voz de la esperanza la borró de mi memoria hasta que supimos que era hora.
—¿Por qué sonríes? –te pregunté una de las últimas veces.
—Porque quiero que tú lo hagas igual –respondiste. Éramos jóvenes pretendiendo ser adultos que no sabían nada de la fatalidad ni del azar. Espero que sonrías ahora, que hagas todo lo que dijiste que harías. Si me preguntan por ti, diré que eres alguien a quien solía conocer.
Sacudo mi cabeza en un intento por enfocarme. Por tratar de detener el flujo de pensamientos. ¿Debería escribir algo de romance? Es una buena opción en tanto haya una buena historia con un toque de genialidad. Descartado. Además, he escrito demasiados versos y escritos de ti, que no hay nada que el papel y mi pluma no conozca ya. ¿Qué hay de la pérdida? ¿Del dolor? ¿De la muerte? He sufrido, pero no tanto como otros. He perdido amigos, parejas, momentos, oportunidades, aunque no se compara a los de otros.
Puedo recordar el dolor en los ojos de mi padre al perder a su hermano. El destello de las lágrimas en sus ojos eran como las olas del mar. El silencio devoró las palabras que tan fácilmente salen de su boca. Fue un invierno en plena primavera. Nadie quiso que sucediera así. Una llamada cambió todo, marcó nuestros corazones para siempre. Solo quedaba vacío. Un abrumador y denso vacío. La casa de mi tío parecía un cascarón sin vida. Las paredes susurraban sus memorias, lamentos por su pérdida. Esperaba verlo bajar por esas escaleras con una sonrisa en el rostro, aunque sabía que ya no volvería a verlo otra vez. Su encanto no era una personalidad extrovertida, sino una tranquila que podía pasar casi desapercibida.
Después de que se fue, solo la belleza de las flores, los abrazos, y las lágrimas compartidas nos consolaron. Nunca dudamos a dónde fue: él pertenecía al cielo. Mi memoria, que registra hasta los detalles más mínimos, no pudo retener nuestro último encuentro. Tal vez llevaba ese bordado suéter azul. O tal vez uno negro con mangas largas. No recuerdo cuáles fueron mis palabras de despedida. Solo me quedan esos obsequios, esa amabilidad y cariño.
Es aterrador, ¿no es así? No saber si en este día, en este preciso segundo, te has despedido de alguien. Algún día escribiré algo en su memoria. Algo solo para él. Aún no estoy lista.
Demasiada melancolía. ¿Por qué no escribir de algo colorido? ¿De algo bello? Como el vestido rojo que nunca utilicé. Fui a comprarlo con mi mejor amiga y con mi madre. Nunca un vestido me había hecho sentir más yo que aquel. La tela era suave, el diseño se amoldaba a mi cuerpo. La caída de la falda era impecable. Era cautivante. Esa tela tan finamente cortada y cosida traía la imagen de una noche inolvidable, de las que las historias de princesas están hechas.
Recibí el vestido en una caja, junto con la de los tacones. Solo saqué las piezas en mi imaginación, deseando que llegara el día en que las usara. Anhelaba ver el resplandor plateado de las estrellas sobre el rojo carmín; hasta que el destino decidió que eso no sucedería.
Cuando se acercaba la hora, ricé mi cabello y lo até en un chongo. Deslicé el vestido sobre mi cuerpo y me coloqué los tacones. Ese era el momento. Las horas eran eternas, las innumerables tiendas visitadas habían valido la pena. Cuando eran las 9:45, con 15 minutos de anticipación, subí al coche y manejé hasta el salón. Media hora más tarde, después de dos intentos y dos vueltas en vano, llamé para confirmar la dirección. Iba 45 minutos tarde. Mis habilidades de orientación no parecían ser suficientes para encontrar el tesoro al final del arco iris. La noche esperada se resbalaba de mis manos, no podía hacer nada para evitarlo o atrasarlo. Deseaba llegar, aunque la fuerza de las imposibilidades oprimía cada vez más ese pequeño, casi inexistente deseo. Derrotada, y con mi vestido rojo, regresé a casa. El vestido seguía siendo hermoso, pero la esperanza de usarlo se había extinguido. El aire jugaba con la falda, al igual que el destino con mis planes.
—¿Qué has escrito? –la voz de mi hermana hizo mi concentración añicos.
—Llevas ahí casi una hora. ¿Ya tienes algo de inspiración?
Solo un escritor sabe que no se trata solo de inspiración. Se trata de vivir. Cerré mi computadora y me resigné, como ayer.
—No. Mi mente viene y va.