La Mariposa Blanca
18/02/2022
Autor: Gloria Monserrat Pavón Balcázar

Alas de la Memoria es un espacio de creación literaria de la Facultad de Humanidades a cargo del profesor Noé Blancas.

Este es el cuento ganador del Tercer lugar del 3er Certamen de Cuento “Alas de la Memoria”, efectuado en 2021

 

La puerta de la entrada se abrió; sentí una ligera brisa en la cara y vi de reojo a Christa quitándose los zapatos negros. Escuché sus pasos suaves acercándose y sentí su mano en el hombro; me dio un beso en la frente mientras me saludaba. Alcé la mirada.

—¿Cómo te fue hoy en el bosque?

—Muy bien querido. Pasé gran parte del tiempo cerca del claro… Hoy hizo un frío calador, aunque la frazada que siempre utilizo me resguardó –dijo, mientras se dirigía a la cocina. Escuché cómo se servía un poco de agua.

—Hoy en mi patrullaje, pude ver un poco de escarcha cerca del lago Schluch, recuerda que en esta temporada las temperaturas son muy bajas, este año el invierno será duro.

Se sentó a mi lado en el sofá, tomó aire:

—No te preocupes, intentaré ir más abrigada a mis paseos.

Pasó su mano cerca de su oreja y con un tono de preocupación me indicó que había perdido su pendiente. Extrañado contesté:

—Tal vez se te cayó cerca del claro… todavía es temprano, podemos ir a buscarlo.

Asintió con la cabeza y se encaminó a la puerta. Al momento de levantarme, vi cómo su delicado cuerpo se desplomaba hacia el suelo. Me precipité hacia ella y sostuve su cabeza antes de que tocara el suelo. Con angustia grité:

—¡Christa! ¡Despierta! ¡Cariño! –y abracé su cuerpo, mientras pedía que despertara.

Regresé a casa con el doctor del pueblo. Lo guíe a la habitación para que revisara a Christa. Mientras la auscultaba caminé en círculos por el pasillo, la angustia me consumía. La puerta de la habitación se abrió.

—Me temo que es más grave de lo que pensé. Lo único que podemos hacer es llevarla al hospital, pero para ir a la ciudad tendríamos que esperar la primera salida del tren, y aún falta mucho para amanecer. Ella no aguantará todo ese tiempo… Lo lamento. No pasará la noche.

Al escuchar aquellas palabras, mi mente se nubló. Acompañé al doctor al portal. Me indicó que me quedara junto a Christa toda la noche y que no se me ocurriera llevarla al pueblo; vi como la linterna del doctor desaparecía entre la neblina y lentamente cerré la puerta.

Volví a la habitación, Christa estaba despierta y sonrió.

—Helmut, acuéstate a mi lado, tengo frío.

Me recosté y empecé acariciar su largo cabello color del sol. Su rostro pálido se veía frágil. Con una voz muy tenue me dijo:

—¿Sabes? Hoy, vi en el claro varios corzos, estaban comiendo y conviviendo entre ellos… nunca había visto tantos reunidos en el mismo lugar –yo sostenía su mano–. Me gustaría llevarte a mi lugar en el bosque, es muy tranquilo y en algunas ocasiones, por la mañana, puedo ver cómo los rayos del sol iluminan el claro.

Estuve escuchándola hasta que se quedó dormida. Pude ver cómo su respiración se debilitaba, hasta que finalmente se detuvo. Besé su frente y salí de la habitación.

Los días pasaron. La última lluvia de otoño en el bosque significó que el invierno estaba empezando. Durante el patrullaje vi una manada de jabalíes buscando un refugio; el cielo se iba encapotando de nubes cargadas. Decidí regresar a la casa. En el camino escuché a las aves comunicándose en las copas de los abetos. La temperatura empezó a disminuir precipitadamente y la lluvia comenzó a caer. Apresuré el pasó. A unos metros del claro escuché un ladrido áspero y desesperado, la lluvia me dificultaba el paso y en medio del lugar había un corcino, su pequeño cuerpo empapado desprendía vapor corporal. Mirando a mi alrededor busqué señales de la madre, pero no aparecía. De repente, apretó la lluvia, tomé la decisión de llevarme al corcino, aunque sabía que no sería fácil. Al verme, la cría empezó a ladrar más, tomé de mi abrigo algunas semillas y acerqué lentamente mi mano; el corcino la olfateó y empezó a comer. Tomé un poco más y comencé a caminar hacia atrás, sin perderlo de vista mientras le arrojaba las semillas, para mi suerte me siguió hasta la casa.

Nos resguardamos bajo techo del cobertizo, la lluvia seguía cayendo, el animal buscaba en mi abrigo más semillas. Como no las consiguió empezó a ladrarme muy suave con la esperanza de que le diera más. Noté que los dos desprendíamos vapor corporal y me apresuré a meterlo al almacén donde guardaba la leña. Sin importarme los parásitos del animal, tomé unas frazadas para secarlo y darle calor, mientras frotaba su pelaje gris con tonalidades rojizas y su lomo moteado; me lamió la mano, su legua era rasposa, pero supe que el animal no me temía. Me di cuenta de que tenía una mancha en la cabeza en forma de alas de mariposa y de que era una hembra.

—Vaya, te he confundido pequeña amiga –solté una ligera risa, algo que no había hecho desde que se fue Christa. Volví a sentir una frialdad en mi corazón. Puse en una canasta algunas bayas rojas y unas hierbas para que comiera en lo que me cambiaba de ropa; regresé al almacén con una silla y una manta gruesa, la corcino estaba enroscada sobre las frazadas y tenía el hocico manchado de rojo, me di cuenta de lo delicada y pequeña que era. Coloqué la silla cerca de ella y, tapándome con la manta, me senté para cuidarla. La puerta estaba abierta, me permitía ver la lluvia; a pesar de eso, el almacén era caliente, por lo que la corcino no tardó en quedarse dormida y tiempo después, yo.

Volví a sentir la lengua rasposa en mi mano y al abrir los ojos pude ver su mirada tranquila. Era muy temprano, la mañana apenas iluminaba el exterior. Me levanté para alimentarla de nuevo y después la guíe a la entrada del bosque. Dudando volteó a verme.

—Tranquila, eres libre de ir a buscar a tu madre –le di una palmada en el lomo y ella se marchó por el bosque. Mientras desayunaba mis pensamientos volvían a la misma pregunta: “¿Estará bien?” Sin embargo, decidí realizar mis deberes como guardabosques, por lo que fui a dar mi patrullaje. Durante toda la mañana y parte de la tarde sentía una inquietud, en mis pensamientos visualizaba a la corcino y trataba de pensar en los mejores escenarios.

La tarde estaba cayendo, a lo lejos pude ver un pequeño bulto al lado de mi puerta. Era la corcino, que me esperaba echada. Sentí tranquilidad al ver que estaba bien pero también temor; por un momento, pensé que no había encontrado el camino a casa o que su madre se había ido. Justo al llegar a su lado ella se incorporó y soltó un ladrido muy suave. Acaricié su cabeza.

—No te preocupes, estoy de vuelta –y le sonreí.

En el almacén puse varias frazadas como cama, ella se acomodó. Esperé a que durmiera y con cuidado cerré la puerta, dejando abierta la pequeña ventana para que ventilara. En mi habitación me senté sobre la cama.

—Christa, creo que me he metido en un aprieto –suspiré–. Tenemos una invitada en el almacén… sé muchas cosas de los corzos y los animales de este bosque, pero nunca pensé que tendría que cuidar uno. Apenas es una cría… aunque, por suerte, ya sabe caminar y come bayas e incluso algunas hierbas.

Puse la mano en la almohada de Christa.

—Ojalá, estuvieras aquí para que vieras lo delicada que es… ojalá, estuvieras aquí.

Cubrí mis ojos con la mano, las lágrimas resbalaban por mi mejilla. La luz de la vela se fue consumiendo y yo me había quedado dormido.

Escuché un sonido a lo lejos, al principio no distinguía que era, pero me di cuenta que eran unos ladridos, me froté los ojos y tomando una linterna me dirigí al almacén. Al abrir la puerta iluminé a la corcino; ella estaba parada olfateando unas canastas cubiertas con una manta; al verme se acercó y puso su cabeza en mi mano. Dejando la linterna en el suelo la abracé.

—Tranquila, me quedaré contigo esta noche –tomé la silla y me arropé con la frazada que había dejado ahí. Ella se volvió a echar sobre la cama improvisada y nos quedamos dormidos.

Era una mañana serena de invierno, íbamos al pueblo. La corcino llevaba una bufanda azul en el cuello y una manta que le cubría todo el cuerpo para abrigarla. El camino estaba cubierto por la nieve, lo cual dificultaba los pasos de sus pequeñas pezuñas; a pesar de eso, yo veía cómo intentaba atrapar con la lengua los copos. Llegamos al pueblo, tres niños que pasaron cerca saludaron:

—Buenos días, señor Helmut.

Yo les respondí el saludo y el más pequeño preguntó intrigado:

—¿Por qué lo sigue ese corcino?

—Es mi amiga, la estoy cuidando este invierno y viene conmigo por los víveres –dije, señalando al animalito.

Los niños asombrados tenían los ojos bien abiertos:

— ¿Podemos tocarla?

—Mmm… está bien, solo deben poner primero su mano cerca de ella y esperar a que les permite tocarla.

Los niños se quitaron los guantes rápidamente y acercaron sus pequeñas manos, la corcino las olfateó, tenía erguidas sus grandes orejas, luego, inclinado su cabeza para arrimarla. Los niños, felices, la acariciaron.

—Qué linda mancha blanca tiene en la frente. Parece que son alas de mariposa –comentó uno de ellos. Con risitas le agradecieron a la corcino y mientras se iban corriendo comentaban lo linda que estaba. Mi compañera y yo continuamos la marcha hacia la tienda de abarrotes. Saqué mi monedero y antes de entrar indiqué a la corcino que se quedara afuera.

La tienda era una casa de madera oscura con líneas blancas, tenía un ventanal escarchado que daba al exterior; había sacos de harina en el suelo, algunas repisas llenas de latas de hollín, cajas de cerillos, aceites comestibles, junto con aderezos envasados y en las vigas colgaban carne magra de cerdo, jamón ahumado y otros embutidos. Me acerqué al mostrador. Wilhelm, con su tez blanca y su bigote pelirrojo, abrigado con un suéter gris, dijo en voz alta:

—Vaya, tiempo sin verte, Helmut. ¿En qué te puedo ayudar?

—Bueno días, Wilhelm, voy a necesitar un saco de salsifí negro, dos de apio nabo, uno de colirrábano y dos de papas –Wilhelm anotaba todo en un papel:

—Van a ser 15 marcos.

Puse en el mostrador el dinero, volteé a ver a la corcino:

—¿Tienes paja?

—Tengo una reserva, te daré un poco, será invitación de la casa para tu corcino –dijo sonriendo. Se lo agradecí. Me acompañó hasta la puerta, le presenté a la corcino, la acarició y me preguntó si traía carretilla. Le dije que no. Entonces llamó a gritos a sus sobrinos, dos jóvenes de unos dieciséis años y les dio indicaciones: uno llevaría la carretilla con cuatro sacos y el otro cargaría uno, yo me ofrecí a llevar el que faltaba y la paja.

Durante el trayecto, uno de ellos me preguntó cómo había domesticado a la corcino:

—No la domestiqué. Ella simplemente me sigue a todos lados, al parecer le agrada estar conmigo –sonreí.

El mismo joven preguntó:

—¿La señora Christa qué dice de la corcino?

Su hermano le dio un golpe en el brazo y susurrando le comentó lo que había pasado. El muchacho muy apenado comentó:

—Disculpe señor, no sabía lo de su esposa.

—No te preocupes, entiendo que pocos supieran la noticia, tiene bastante que no vengo al pueblo –lo volteé a ver con tranquilidad, respiré profundo y, para calmar un poco el ambienté, agregué:

—Sé que Christa hubiera estado muy feliz con la corcino.

Los chicos sonrieron y lo que restaba del camino me enumeraron los diferentes deberes que les hacía realizar el señor Wilhelm.

Colocamos los sacos en el almacén y uno de los muchachos acomodó la paja en forma de cama. Les di unas monedas por la ayuda y los dos se despidieron. Me acerqué a la corcino, que olfateaba su nueva cama. Le quité la manta, luego, sentando en la silla, veía como se echaba:

—¿Más cómoda?

Colocó la cabeza entre las patas y cerró los ojos. Fui a la casa para prepararme un poco de té y continúe con la lectura de mi libro. Habitualmente, durante esta temporada no hago muchos patrullajes debido a la ventisca y la baja temperatura.

Empezaba a oscurecer, alimenté a la corcino, la arropé para que durmiera y regresé a la casa a preparar la cena e ir a dormir. A mitad de la noche la temperatura disminuyó precipitadamente, había una ventisca muy fuerte y podía escuchar el viento. Tomé mi abrigo, encendí la linterna y me dirigí al almacén. Con dificultad abrí la puerta y a la tenue luz vi al corcino temblando en la paja. La guíe a la casa. Adentro era cálido, las brasas de la chimenea seguían ardiendo y dejé mi abrigo húmedo por la nieve. El corcino me observaba, le di una palmada en el lomo y ella empezó a husmear por la casa. Cerré las puertas de las habitaciones dejando que solo tuviera acceso a la sala y el recibidor. Ella olfateaba los sillones, las mesas e, incluso, en las algunas ocasiones, tiraba alguno que otro libro. Me dio risa ver lo curiosa que era y sentía cálido mi corazón, algo que no había pasado desde hace tiempo. Se acercó a la chimenea, yo avivé el fuego, se acomodó sobre la alfombra para calentase. Sentado en el sillón cerca de ella, sentía la calma de aquella media noche, sabía que no pasaría frío mi pequeña amiga.

Un amanecer, mientras me preparaba para salir a patrullar al bosque vi cómo la corcino se acercaba a la entrada de la puerta, acaricié su pelaje:

—¿Vas acompañarme hoy?

Ella pareció entenderme, caminó por delante de mí y volteó a mirarme para que me apurara. Esa mañana no hacía tanto frío. Cerca del lago, en un pequeño claro, la corcino empezó a brincar por todo el lugar y se revolcó en la nieve. Hice una bola de nieve y se la lancé. Ella brincó al verla, empecé a lanzarle más y la corcino las esquivaba, en todo el lugar se podía escuchar mi risa y los pequeños ladridos que soltaba ella; los copos de nieve empezaron a caer y cerré los ojos con una enorme sonrisa en el rostro.

Después, el invierno acabó, el bosque empezaba a teñirse de diferentes colores, se volvían a escuchar los cantos de los pájaros; los lagos y los arroyos aún estaban congelados, pronto volverían a fluir por todo el bosque. Como era de esperarse, volví a mi rutina de patrullaje, en algunas ocasiones acompañado por la corcino. A veces, me sentaba cerca del lago para almorzar mientras ella comía los brotes tiernos. Regularmente, en tanto yo patrullaba, ella salía explorar el bosque, pero siempre regresábamos al mismo tiempo a la casa. Hubo una ocasión en que ella regresó más temprano y al verme llegar se acercó a recibirme, en ese momento me di cuenta de que la corcino había dejado de ser una cría, era más alta y su cara se veía la juventud. Desde esa tarde, le empecé a llamar mi amiga corzo.

Algunos sábados de primavera solíamos ir al pueblo. La gente ya la conocía por el nombre de “Mariposa blanca”, y le regalaban bayas rojas y azules. Una vez, mientras compraba paja, vimos una persona disfrazada de bufón y con una máscara de madera. Bailaba por toda la avenida principal del pueblo, intentando atraer a la gente que estaba cerca. La corzo al verlo se puso nerviosa, yo acaricié su pelaje y se fue tranquilizando. El bufón se acercó a ella lentamente, ofreció su mano para que lo oliera y así pudo ponerle un listón rojo en el cuello. Wilhelm se aproximó:

—Al fin empezó el carnaval del Bosque negro –volteó a ver a la corzo–. Parece que a alguien le está gustando.

Mi amiga observaba atentamente al bufón y se notaba tranquila. De repente, varias personas con máscaras de madera y vestimentas coloridas llenaron la avenida del pueblo. Los disfraces representaban brujas, demonios o espíritus del bosque; a pesar de eso, la corzo no parecía tener miedo, sino curiosidad. Desde que la conocí sabía que todo le intrigaba y que era mucho más valiente que yo. Pasamos casi toda la mañana viendo el festival, hasta que llegó la hora de regresar a casa. La corzo estaba llena de listones de colores:

—¿Sabes?, este festival me gusta mucho, pues es una manera de empezar bien el año, ya que atraes la felicidad a tu vida… me parece que a ti te fue bien con todos esos listones –solté una carcajada, la corzo solo me veía mientras caminábamos, parecía entender mi felicidad.

Una tarde de mayo, como era costumbre, nos rencontrábamos en la casa después de que yo diera mi patrullaje y ella su caminata. Cuando la vi parecía muy inquieta, pero no le di importancia, pensé que solo estaba asustada. Ella, cada vez que podía ponía su cabeza en mi mano y yo la acariciaba. Sentí que comportamiento no era normal. De pronto, escuché un ladrido fuerte que venía de lo profundo del bosque. Ella me vio y salió corriendo, solté la bitácora donde registraba los datos de patrullaje y salí tras de ella. En mis pensamientos solo pasaba la frase: “debo alcanzarla”. De pronto se detuvo. Con la respiración agitada me arrodillé frente a ella y abrazándola pregunté:

—¿Por qué corriste?

Bajé la mirada, pude ver que algo plateado brillaba en el suelo, era muy pequeño y estaba semienterrado. Solté a la corzo para tomar el objeto, era el pendiente de Christa. Miré a mi alrededor y justo en frente de mí había una cabaña. Entré. Había una silla llena de moho junto a la ventana y encima de ella, una frazada gastada. Me acerqué, me di cuenta que era el lugar de Christa; frente a la ventana estaba el claro. Ahí había un corzo con grandes astas, que nos observaba. Miré a mi amiga y entendí que mi esposa solía observar la vida de ellos, que era feliz viéndolos libres. Salí de la cabaña y fui hacia la corzo. Puse mi mano en su lomo, la miré y unas lágrimas corrieron por mis mejillas:

—¡Vive! ¡Tienes que vivir feliz! –ella me miró a los ojos y luego puso su cabeza en mi pecho.

Enseguida empezó a caminar hacia el claro, y justo cuando estaba cerca del otro corzo, ambos emprendieron el galope. No la volví a ver.

El tiempo pasó. Antes de terminar mis patrullajes solía pasar por la cabaña de observación de Christa, siempre con la esperanza de ver a mi amiga. Una tarde sentí que alguien me observaba; giré y ahí estaba ella, con su mancha blanca en forma de mariposa en la cabeza. Mi corazón palpitó fuertemente. Nuestras miradas se cruzaron. De repente, tras ella apareció un pequeño corcino. Entonces supe que ella era feliz. Y yo también lo era.