Kibera: el lugar donde Dios me enseñó a ser
12/09/2025
Autor: Janan Laguna Bandala

La estudiante de Psicología, Janan Laguna Bandala, narró su experiencia en la Misión Internacional 2025, que la llevó hasta África.

Tuve la enorme bendición de formar parte del equipo Misión Internacional 2025, y nunca imaginé la manera tan profunda en que esta experiencia transformaría mi vida. No se trató solo de un mes en Kibera, Kenia. Este proyecto fue un recorrido de nueve meses que compartí con otros 14 estudiantes universitarios: comenzó en la Sierra Totonaca, continuó en la Sierra Tarahumara y, en mi caso, culminó en Kibera, al otro lado del mundo, en lo que hoy llamo mi segundo hogar.

Nuestra misión consistía en acompañar, ser, aprender y dar en cuatro comunidades específicas: Mashuuru, Lenkisem, Nairobi y Kibera. Yo estuve en Kibera, el segundo slum más grande de Kenia, un lugar de contrastes extremos: calles de tierra y basura, hogares sin agua ni luz, enfermedades sin medicina, niños sin escuela… pero también niños que ríen con el alma, iglesias llenas, cantos que estremecen, miradas de mujeres y hombres con una fe inexplicable. Kibera es una realidad que golpea muy fuerte; siempre había algo que me sacaba de mí misma, rompía mi burbuja y me confrontaba con lo que soy y con lo que creía saber.

Y, sin embargo, lo importante de estar ahí no era “hacer cosas”. Lo esencial era ser, acompañar, estar presente, vivir en comunión. Como bien lo expresa el Papa Francisco: “La caridad no es solo asistencia: no da solo cosas o reparte ayudas. Va más allá. La caridad no es paternalismo o asistencialismo, sino compasión, comunión.” — Fratelli Tutti, n. 186.

Yo lo viví. Al principio pensaba en todo lo que podía “hacer” por la comunidad. Traía muchas ideas desde mi vida cómoda: limpiar, enseñar, cambiar mentalidades. Pero al llegar, comprendí que sí esperaban que diera algo, aunque no dinero ni cosas materiales. Querían que les ofreciera mi tiempo, mi fe, mi alegría, mi nombre, mi risa, mis pasos, mi cansancio, mi historia. Querían que fuera yo.

Y eso fue lo más difícil. Porque claro, vieron mis partes bonitas, pero no por completo quién soy: con mis defectos, con mis limitaciones de idioma y conocimiento, con mi ansiedad y con mis dudas. Tarde o temprano todo eso salió, y cuando más vergüenza y arrepentimiento sentía, me di cuenta de algo hermoso: que para ellos, yo era una bendición. Decían que éramos recordatorios vivos de que Dios no se había olvidado de ellos.

“La Iglesia es comunión. Cada uno tiene un don y una responsabilidad en el Pueblo de Dios.” — Lumen Gentium, n. 9-13. Esta enseñanza me ayudó a comprender que la responsabilidad de quién soy es justamente lo que me lleva a la acción verdadera. No tengo que ser perfecta, pero sí fiel a mi don, a mi historia, a mi llamado.

Durante este tiempo también formé amistades profundas con estudiantes de otras universidades. Cada uno me enseñó algo único. Aunque ellos no lo supieran, Dios sí sabía perfectamente por qué los puso en mi vida. Esta experiencia es digna de contarse por muchos años, no solo como anécdota, sino como algo que me habita por dentro.

Le pido a Dios que nunca me deje olvidar Kibera, que me regale las herramientas para construir una vida de la cual siempre pueda sentirme orgullosa, y que cada vez que toque mi corazón, me recuerde a las personas que dejaron huella en él.

Hoy me llevo muchas cosas, pero sobre todo esto: ser mejor que ayer, no dudar de mi identidad en Dios, y saber que, si lo tengo a Él, lo tengo todo. Desde mi carrera en Psicología esto cobra aún más sentido. Durante la misión pude dar talleres y charlas junto con mi compañera —también psicóloga— y juntas confirmamos nuestra vocación, nuestra profesión y la misión que Dios tenía para nosotras en ese momento.

Kibera me cambió. Y si alguna vez te preguntas qué puedes hacer ante el dolor del mundo, yo te diría esto: ora, acompaña y deja que el amor te incomode.