Empty chairs at empty tables
27/05/2024
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Foto: Director Formación Humanista

I

En una de las más emotivas escenas de la sublime puesta en escena de la obra de Victor Hugo, Les Miserables, Marius se encuentra en absoluta soledad en la taberna donde, horas antes, él y otros soñaban con revolución, libertad y un mundo renovado. La cadena de eventos es un crescendo musical que explota en la víspera de la rebelión. “One day more” representa un momento de decisión: Valjean y Cosette escapan, Marius se debate entre el amor erótico y la responsabilidad cívica, Javert prepara la resistencia policiaca, Eponine responde al amor no correspondido con lealtad incondicional.

Lamarque muere, y en su deceso ven los revolucionarios la señal para alzar al pueblo entero y proyectarlo hacia la ansiada libertad. Enjorlas, líder de la rebelión, retoma una de las preguntas centrales a la obra, “¿quién soy?”. En el caso revolucionario, ¿estoy dispuesto a dar la vida? ¿cuál es mi compromiso con la causa que promete un mundo renovado?

El pueblo abandonará, al final, a los revolucionarios, condenándolos a una muerte fácil a manos de la pólvora del justiciero Javert. Sin el pueblo, aquellos jóvenes se convierten rápidamente en mártires de una causa que nace muerta. No hay libertad sin sacrificio, esta es la gran enseñanza con que nos deja la escena. En la juventud, es más, parecen llevar los rebeldes la marca de su pecado: el “pueblo” es duro de corazón, lento al sacrificio, brutalmente caprichoso, lo mismo volcándose en un fanático ardor que cerrando ventanas y olvidando que, fuera de casa hay una realidad que nos reclama, un fantasma que acecha sin falta.

Marius, entonces, solo, completamente abandonado. Al cántico que evocaba el ansiado mañana le ha sobrevenido un final silencioso, con música apagada, una nostalgia que raya en la desesperación. Marius escucha el eco de aquellas voces, habitando ahora un mundo de sombras y muertos. Otra pregunta taladra ahora su cabeza: ¿de qué sirvió este sacrificio? Un sueño, una barricada, una lucha que termina en silencio, en ceniza, en una callejuela teñida de sangre derramada prematuramente.

 

II

 

Vivimos, nosotros también, una vigilia. Nueve días nos separan de una de las elecciones más complejas e importantes que ha vivido el México moderno. A nueve días, no hay mucho más que hacer. Los demócratas esperamos que el pueblo, ahora sí, responda al llamado, que despierte de su letargo y defienda las libertades que se ganaron con otros tantos sacrificios, que regaron de sangre otras tantas callejuelas, que separaron otras tantas familias y apagaron otras tantas vidas prematuramente. 

Lejos está el aroma de revolución. Nadie quiere volver ahí. Y, sin embargo, hay algo que no debió morir de ese afán revolucionario: una llama, una pasión, una voluntad de libertad que no negocia ni claudica. El aroma hoy está saturado por el miedo: a una muerte violenta, a perder los privilegios, a tocar al impuro, a ser descubiertos como el fraude que a veces somos. El miedo cierra puertas y ventanas, se aísla, rechazando todo lo que implique un punto de vulnerabilidad. ¡Y qué importante vulnerabilidad la de ser ciudadano! El ciudadano parte del reconocimiento de la propia incompletitud, de la propia miseria y necesidad del otro para lograr un auténtico ser-en-sociedad. El ciudadano rechaza el primitivo ustedes-contra-nosotros, reemplazándolo por un complejísimo proyecto social que parte de la inviolable dignidad de todos y la necesaria salida del yo ensimismado a fin de producir bienes comunes, instalando la eterna tensión entre autenticidad y teleología, entre individualidad y pertenencia, entre el todo y sus partes. 

El llamado a las urnas es un derecho, una obligación, una celebración. Es el soberano que audita a sus servidores, el administrador que regresa y exige cuentas. La fiesta democrática habla, asimismo, del milagro de la libertad en el mundo. Milagro, no solamente cuando pensamos históricamente en el reducidísimo espacio de tiempo en que los seres humanos hemos vivido en regímenes libres, sino milagro también, y más importante, en tanto que guiño divino: el inicio de la vida cristiana es un encuentro personal y, consecuentemente, libre, con la persona de Cristo. En la libertad nos acercamos a la esencia divina, que es la libertad por excelencia, libertad absoluta e ilimitada. Y comprendemos, asimismo, que la nuestra no es una libertad absoluta ni ilimitada, sino relativa y condicionada por nuestra contingencia y existencia en común. Sólo ahí comprendemos cabalmente el significado de ser criaturas venidas a hijos por el amor de Dios. La libertad es una de las marcas del escándalo de la irrupción del ser humano en la creación, y por eso su defensa es tan urgente, tan cara para demócratas y cristianos por igual. 

III

 

La democracia puede ser aproximada a través del modelo del Geist hegeliano. A diferencia del Dios cristiano, que es radicalmente independiente respecto de su creación—a la que da vida en un acto de amor absolutamente incondicional y gratuito—el Espíritu hegeliano está encarnado en un mundo que es manifestación de su ser-mismo, así como vehículo de su autoconocimiento. En síntesis, sin seres humanos capaces y dispuestos a descubrir su lugar en el desdoblamiento del espíritu, la aventura del Geist hacia su autoidentificación y autorrealización en la historia humana es imposible. El camino hacia el Espíritu es la elevación del ser humano desde su condicionamiento más primitivo hacia las alturas de una autonomía que, imposible, subsume al ser humano en una nueva totalidad que es ahora idéntica con la razón [Vernunft] y, por ende, auténticamente libre.

Postulemos a la democracia, en un ejercicio de la imaginación, como geist, en minúsculas, por razones que a todo demócrata deberían ser evidentes, esto es, des-mitologizada, secularizada, posfundacional. Dejemos las diferencias y busquemos la anhelada analogía. De forma similar a como Geist no puede existir sin estar encarnado en formas culturales que lo reconozcan y abracen como telos, la democracia deja de existir en el instante en que la ciudadanía repite el perverso mantra del “todo es lo mismo”, del “nada va a cambiar”, abrazando el ethos autoritario en el movimiento mismo en que abandona la única alternativa viable actualmente para detener la tiranía.

A este olvido de la democracia debe corresponder una peculiar recordación, a saber, la anamnesis platónica, que postula que el ser humano hurga dentro de sí la verdad más íntima de su ser. Análogamente, debemos postular que la persona humana es original y esencialmente un ser libre. La democracia cobra así una dimensión existencial interesante. No es, por supuesto, el fin [τέλος] del ser humano, sino una herramienta particularmente poderosa en el proceso de liberación humana, y mucho más poderosa en tanto que desactiva en sí misma el potencial de convertirse en una de las politische religionen tan criticadas por Voegelin, en fuerza katejóntica [τὸ κατέχον] que rechaza neciamente la contingencia del orden creado.

Y, sin embargo, ¡qué lejos estamos de esta recordación tan necesaria! Platón afirma con firmeza en su República la imposibilidad de que la masa sea filosófica algún día. Los conceptos de “masa” y “filosofía” son antitéticos en la mente del gigante griego. Pero no queda ahí: siglos después, Alexis de Tocqueville pondrá nuevamente el dedo sobre la llaga: la democracia es providencial, es más justa, pero, asimismo, más burda, menos grandiosa, menos brillante e interesante. 

Aquí encontramos un nuevo problema: la filosofía, bien entendida, es siempre política. ¿No nos dice esto algo acerca del dilema de la democracia, que quiere siempre dar a los seres humanos algo que ellos mismos parecen rechazar? ¿No llegamos al problema de Rousseau en Du Contrat Social, en el sentido de que las leyes que requiere una república libre asumen unos ciudadanos formados ya por dichas leyes que abracen dicho proyecto social, esto es, que se exige lo imposible? ¿No recuerda todo esto a aquel florentino que nos enseñó que debemos abandonar el deber ser de las sociedades para centrarnos en su ser actual, con todo su horror, violencia y necedad, no llama Maquiavelo la atención sobre el error de partir de un anhelo mal trabajado, a saber, del ser humano virtuoso, del rey filósofo? ¿No es la democracia, pues, un sistema para hombres y mujeres libres e iguales, implementado en sociedades compuestas por hombres y mujeres que parecen añorar la servidumbre voluntaria que criticaría el joven Étienne de La Boétie?

Es grande la desilusión de quien constata la distancia, el abismo que separa los sueños de libertad de las posibilidades actuales para su consecución. 

 

IV

 

Marius en un cuarto, solo. Sillas y mesas vacías. La fiesta, la gran celebración, silenciada. La taberna convertida en mausoleo. El gran peligro de la democracia se anida en las sociedades democráticas mismas: en su desidia, su estulticia, su desinterés, su modorra, su anomia, su desgana y su endemoniado sopor. La democracia se muere de aburrimiento, abandonada, ignorada, maldecida por tipos tumbados en el sillón que pasan los canales con mortal tedio. La democracia se muere de soledad cuando sus plazas públicas, su prensa, sus cafés son abandonados por narcisistas que creen saberlo todo sobre ella, mostrándose idénticos a alguien que quiere curar el cáncer con infusiones y un caldito de pollo, y exige que se le tenga por científico. La democracia muere cuando la ciudadanía olvida que el ciudadano es siempre un proyecto, una construcción, el producto de una educación permanente. 

Hoy se extraña al médico-político, al abogado-político, al ingeniero-político, al mercadólogo-político. Hoy se extraña, ¡ay!, al profesor-político, al docente que se entiende como algo más que un especialista, como mero transmisor de conocimientos. Empty chairs at empty tables. 

No hay mucho más que decir. 

 

UPAEP, por lo que más quieras, VOTA.

 

… mañana, quizás, comenzaremos un proyecto serio de reconstrucción de ciudadanía.