El síndrome del elevador
12/08/2024
Autor: Cynthia María Montaudon Tomas
Foto: Decana Escuela de Negocios

El problema de la falta de conexión social se ha generalizado y se han desarrollado metáforas distintas que permiten explicar este fenómeno, como el caso del “síndrome del elevador”, que se utiliza con frecuencia para describir situaciones de máxima proximidad física y de nula conexión emocional.

Lo importante de este síndrome está en las estadísticas. Los representantes de las empresas fabricantes de elevadores aseguran que cada día se realizan 325 millones de viajes a nivel mundial y que un elevador traslada en promedio veinte mil personas al año, además, aseguran que hay cerca de un millón de ascensores repartidos por el planeta. Sin embargo, en los ascensores, frecuentemente llenos, las personas entran sin cruzar miradas ni palabras con los demás, y para evitar cualquier contacto posterior, observan constantemente la señal luminosa del número del piso mientras se asciende o desciende hasta el destino, o se recurre al teléfono celular para fingir que uno está atendiendo pendientes, como leer mensajes o revisar llamadas. El objetivo es evitar a toda costa cualquier tipo de contacto por fugaz que sea.

La metáfora del síndrome del elevador refleja una realidad cotidiana, que en un tiempo fue completamente distinta. Cuando el auge de las construcciones elevadas comenzaron a integrar ascensores, estos constituían verdaderos lugares de encuentro. No funcionaban de manera automática y necesitaban de un operador, siendo la única persona autorizada para oprimir los botones. Todos quienes necesitaban ir a algún piso al cual caminar no fuera factible o preferible, dependían del elevadorista y necesitaban mantener un cierto grado de interacción con él o ella.

Cada vez que una persona entraba al elevador, había un saludo cordial e inmediatamente después la pregunta ¿a qué piso va?.  La respuesta propiciaba conversaciones adicionales sobre temas triviales como el clima, y en ocasiones, la frecuencia de los encuentros provocaba conversaciones más profundas.  El elevadorista era en cierto sentido el orquestador de las relaciones, y el elevador, un espacio de conexión. Cada vez que entraba alguien más en el reducido espacio, y con una conversación ya iniciada, era más factible que el resto de los paseantes saludaran cordialmente a cada recién llegado y también que hubiera una despedida cordial y los deseos de que otros tuvieran un buen día.

Con los avances tecnológicos, los elevadores se han vuelto más rápidos, más inteligentes y no requieren de operarios. Cuando dejó de existir el elevadorista, el impulsor de la conversación desapareció. Las interacciones comenzaron a limitarse a solicitar oprimir el botón de un piso cuando el número de personas al interior bloqueaba la distancia para hacerlo uno mismo. La situación cambió aún más con el desarrollo de nuevas tecnologías vinculadas a la seguridad. En numerosos hoteles y edificios de oficinas, solo se puede acceder a los pisos con el uso de una tarjeta electrónica, de tal forma que ya no se puede pedir a otros el apoyo, sino que la operación hay que hacerla uno mismo. También creció el número de elevadores privados que solo tienen acceso a ciertos pisos y no cualquiera puede acceder. Además, se propulsó un sentido de autonomía al poder seleccionar el piso de destino sin ayuda y la comunicación no verbal impuso barreras visibles a la comunicación y la relación. Cuando las personas mantienen la vista en el panel luminoso ubicado en la parte superior del ascensor que indica los pisos, la posición de la cabeza, con la barbilla hacia arriba adquiere un gesto de altanería y reduce la posibilidad de encontrar otras miradas y reconocer la humanidad de los demás.

Curiosamente, esta falta de conexión en los elevadores responde también a una lista de políticas llamadas “etiqueta del ascensor”, que se han convertido en prácticas comunes. Fabricantes de ascensores aseguran que por tratarse de un espacio en el ámbito de lo común, requiere regirse por ciertas reglas como mantener un mínimo o nulo contacto visual con los demás; que al entrar hay que ubicar las posiciones más distantes a las puertas, acomodarse en el orden de los pisos y no estorbar las entradas, por mencionar algunas.

Los elevadores son solo un ejemplo de cómo hemos cambiado como sociedad y de cómo nuestras relaciones se han hecho más distantes. Tal vez deberíamos ser más como ascensoristas, y tratar de iniciar el contacto con otros en cualquier momento. Empezar con un saludo, un buenos días o buenas tardes puede ser suficiente para que una persona se sienta vista o reconocida, y permitirá después poder establecer contactos más cercanos. Es importante destacar que saludar tiene que hacerse con la intención y el deseo de que el otro se sienta reconocido.

Ser como los ascensoristas no consiste en mover a las personas de un piso a otro, sino elevarlos en su dignidad. Sería interesante pensar en el posible efecto que tendrían acciones que toman segundos y que  dignifican a otros en los cientos de millones de viajes que se realizan a diario en en los elevadores en todo el mundo o los billones de momentos en que alguien entra en contacto con otro en situaciones cotidianas, incluyendo el trabajo.