Una de las tesis fundamentales de la nueva retórica consiste en afirmar que el auditorio juega un papel fundamental para el óptimo desarrollo del discurso: no es lo mismo, en efecto, hablar a un auditorio especializado, que a uno que apenas está dando sus primeros pasos en el estudio de una disciplina, así como tampoco es lo mismo dirigirse a un auditorio con el que compartes ciertos puntos en común, que dirigirse a uno con el que no compartes nada. Dependiendo del público al que se dirige nuestro discurso y nuestra argumentación, un buen retórico va ajustando los recursos argumentativos que emplea en cada caso. Un claro ejemplo de esto lo podemos apreciar al distinguir la Suma teológica de santo Tomás de Aquino, de su Suma contra gentiles: mientras que la primera va dirigida no sólo a un público creyente, sino, más concretamente, a seminaristas, la segunda Suma se dirige, como lo dice su nombre, a los gentiles, i.e., a los no creyentes. No es raro, en consecuencia, que una tenga más tintes teológicos que la otra, o que una tenga más alusiones bíblicas que otra, algo que muestra la pericia del aquinate como intelectual, que sabe posicionarse frente al auditorio al cual pretende llegar.
Comienzo enfatizando esto porque en la educación ocurre algo semejante: no es lo mismo dar clases en un nivel educativo que en otro, e incluso debemos decir que un mismo nivel no es lo mismo dar clases en un grado que en el otro. Cuando era profesor de bachillerato, en efecto, no era lo mismo dar clases de lógica a los alumnos de primer año, que dar clases de filosofía a los alumnos de área o los del segundo año: dando clases en los tres años de bachiller, fácilmente uno se va percatando de este tipo de distinciones sutiles que, por más pequeñas que sean, terminan por ser del todo significativas. Esto quiere decir que, aun cuando existen ciertos elementos comunes entre un nivel y otro, como lo es la intención formativa propia de cualquier proceso de enseñanza-aprendizaje, un docente debe saber ajustar su práctica al auditorio al que se dirige y, por tanto, tiene distintas necesidades. Podemos incluso compartir la misma misión y visión institucional, como ocurre en nuestra casa de estudios, y no por ello podemos decir que todos tienen exactamente el mismo reto. De ahí que hablar de un claustro ejemplar, como se señala en la visión 2033 de UPAEP, conlleve distintos desafíos para cada nivel.
En la presente reflexión, por tanto, me limito a hablar sobre el claustro universitario y sobre algunas inquietudes que se deben considerar si es que queremos llevar esta empresa a buen término, que es justo lo que nos hemos propuesto a nivel institucional. ¿Qué significa, entonces, ser un profesor universitario ejemplar? Pregunta que no se puede responder sin antes reparar en la naturaleza propia de toda universidad y en sus consecuentes labores sustantivas. Las universidades, como he señalado en diversos lugares de la mano de S.S. Benedicto XVI, son comunidades de profesores, alumnos y demás miembros de la comunidad universitaria, cuyo rasgo distintivo radica en su compromiso con la búsqueda sincera de la verdad. De ahí que sus labores sustantivas se ordenen en función de esto último, y que sólo en función de este ordenamiento puedan alcanzar su unidad y su completud. Una institución de educación superior que sólo se preocupa por la docencia y que prescinde tanto de la investigación como de la vinculación, de las que sólo se puede distanciar parcialmente, podrá ser altamente competente en lo suyo, más no por eso será una universidad. Para que una universidad sea tal, así, es fundamental que la docencia, la investigación y la vinculación se armonicen, guardando su debida proporción entre sí: puesto que, aun cuando las tres son igualmente sustantivas e importantes, éstas deben seguir un cierto orden, sin el cual no es posible salvaguardar la esencia de una universidad.
Un claustro universitario ejemplar, en este sentido, debe mantener una sana proporción entre la docencia, la investigación y la vinculación, de modo que en esa relación de proporcionalidad se garantice la realización plena de su praxis. Esto supone saber dar su lugar a cada una de estas labores sustantivas, cuidando de dar prioridad, por un lado, a aquellas que sean propias de su cargo y, por otro, evitando saturarlo de labores ajenas a su praxis como profesor universitario.
¿Cuál es, entonces, el reto al que nos estamos enfrentando? El gran reto está, justo, en lograr esa sana relación de proporcionalidad, como debería ocurrir entre lo académico y lo administrativo. Nos encontramos, sin embargo, frente a una industria que ha extrapolado a la academia criterios que le son del todo ajenos a su praxis, una industria académica que ha introducido un sinfín de labores administrativas y burocráticas que, más que facilitar o robustecer la labor propia de los docentes universitarios –la docencia, la investigación y la vinculación-, se han caracterizado por obstaculizarla. Si bien no podemos decir que la totalidad de estas labores administrativas sean del todo estériles, o que sean ajenas a los académicos, tampoco debemos creer ingenuamente que esto es una mera exageración. Actualmente nos encontramos con docentes cada vez más saturados de labores administrativas y burocráticas que termina por pasar factura a las labores sustantivas y, en consecuencia, mermando su ejemplaridad. Esto ha generado un clima generalizado de malestar en la academia, el cual se va agudizando en la medida en que éstas se multiplican.
Hagamos un simple ejercicio para evidenciar esto, atendiendo a un solo factor que puede ser decisivo para que el docente sea ejemplar. Pensemos, por ejemplo, en la carga docente de alguien que se dedica sólo a la docencia o de alguien que es profesor investigador: de ser cierto lo que se ha dicho hasta ahora, ambos deberían destinar tiempo tanto a la docencia como a la investigación, con la salvedad de que el primero da prioridad a la docencia sobre la investigación, y el segundo ocupa más tiempo para lo segundo. En cualquier caso, un profesor ejemplar será aquel que hace ambas cosas, aunque manteniendo una proporción diferente según sea el cargo que ocupe. Acorde a los criterios de nuestra casa de estudios, el primero debe impartir por semana, si entiendo bien, entre 15 y 20 hrs. de clases; mientras que el segundo debe impartir entre 9 y 12 hrs. Si los cursos en promedio son de 3 horas, esto significa que al periodo, cuando menos, deben dar 5 cursos, en el primer caso, o 3, en el segundo. Estas horas frente a grupo, sin embargo, suponen horas de estudio y preparación, que no son equivalentes ni sustituibles por capacitación.
No es razonable que un profesor universitario dedique una o ninguna hora a la preparación de su clase, si es que genuinamente es universitario y asume un compromiso sincero con la búsqueda de la verdad. Quizá algo más razonable sea que invierta entre dos y tres horas por cada hora que imparte, aunque esto, en muchos casos, termine por ser realmente poco. De modo que para impartir esas 15 o 9 horas de clase, el primero debe invertir, cuando menos 30 horas a la preparación y el estudio, y el segundo entre 18 y 27 horas. Dar 15 horas de clase, así, supone, en realidad, 45 horas de trabajo; y dar 9, entre 27 y 36. Si a esto le sumamos las horas de asesorías, donde se ha establecido que el docente debe dar al menos una hora por asignatura a la semana, se sigue que en total, ocupa 50 horas, en caso de ser profesor docente, o entre 30 y 39 horas. Si a esto le aumentamos un par de horas a la semana de juntas, que en algunos casos de juntitis aguda puede ser poco, y le añadimos, además, la atención a los tesistas, a los cuales se les debe destinar, cuando menos, una hora a la semana (aunque esto, nuevamente, también termina por ser poco), sin considerar las horas que el profesor investigador debe dedicar a la investigación en forma, tenemos que en ambos casos la mera carga docente implica un excedente que el profesor debe cubrir, no ya en su horario laboral, sino fuera de éste, pues sus 44 horas laborales no le dan para cubrir las necesidades implícitas tan sólo en la academia.
¿Qué pasaría si cada semestre, además, tiene que dar materias diferentes, o si las materias qué imparte en cada periodo son nuevas? ¿Será que nuestro modelo sigue siendo del todo sostenible o si a esto le sumamos las demás labores administrativas que no dejan de multiplicarse? El resultado es más que evidente: tenemos docentes que, o bien no tienen tiempo para preparar sus clases y terminan por dar lo que ya han dado previamente, prescindiendo por completo de actualizar su contenido, o bien profesores totalmente quemados, que se ven en la necesidad de sacrificar su tiempo libre para tratar de hacer las cosas lo mejor posible. Mi conclusión es, así, que no tendremos un claustro ejemplar, ni uno que realmente incida en las problemáticas contemporáneas, mientras mantengamos el mismo modelo y hagamos oídos sordos a las necesidades de la academia.