Nada hay más triste para un ser humano que carecer de la gran satisfacción de conseguir, con esfuerzo, creatividad e inteligencia, los frutos de su trabajo. Por ‘frutos’ no me refiero a realidades meramente externas, sino principalmente internas: hábitos, conocimientos, disciplina, virtudes, cultura…
Pasar de la ignorancia al conocimiento es una conquista. Cuando un joven se esfuerza en comprender una ley de la química y un ciclo metabólico o cuando una chica comienza a aplicar el cálculo diferencial para la optimización de procesos y lo hacen bien, y logran resolver problemas e innovar, se da en ellos una satisfacción profunda. El encuentro con la verdad produce un gozo auténtico porque la verdad, las más de las veces, es como un mineral precioso que se encuentra tras cavar y cavar en las profundidades de la realidad.
Pasar de la indiferencia a la solidaridad es una conquista. Pensemos en los voluntariados. Quien se interesa por los demás y procura su bienestar, y gasta su tiempo y energías en generar condiciones de vida digna para el prójimo, experimenta un crecimiento extraordinario que alegra su corazón. Dejar el egoísmo y transitar a un sano altruismo, aunque sea un proceso arduo, es profundamente satisfactorio.
Otro tanto se puede decir sobre la adquisición de habilidades manuales o destrezas artísticas. Al inicio es difícil, pero al final el hábito se vuelve un tesoro del cual echaremos mano el resto de la vida. También en la vida espiritual los grandes maestros hablan de conquistas: la meditación, la contemplación, el silenciamiento de las distracciones y el gozo ante los misterios divinos, los cuales son ciertamente un don, pero un don que no se da al margen del esfuerzo humano. Por eso también los místicos hablan de ‘conquistas’.
María Montessori decía que, hacer por un niño lo que él ya es capaz de hacer, no es hacerle un bien, sino un mal; o sea, que las ayudas innecesarias son obstáculos al desarrollo. Y esto aplica desde la infancia hasta la ancianidad, excepto que haya alguna discapacidad. Por ejemplo, si yo le ato las agujetas a mi hijo pequeñito, y lo sigo haciendo hasta que es adolescente, esa acción, lejos de ser un acto de cariño, se vuelve un sutil acto que le dice tácitamente: “como te considero incapaz hasta de atarte las agujetas, yo lo haré por ti”. Aquellos padres que les resuelven todo a sus hijos “por amor”, en el fondo les están inculcando una gran inseguridad, pues esos chicos nunca desarrollarán la autoestima, el conocimiento de sí mismos, la valentía al afrontar problemas; a los cuarenta o cincuenta años, su pequeño hijo seguirá siendo un indefenso ser que requerirá, para sobrevivir en la existencia, de su supermamá o su superpapá. Un verdadero educador nunca priva a los educandos de conquistar la verdad, la virtud, la habilidad o la cultura. Porque “dar peladito y en la boca” –como se dice coloquialmente–, en la mayoría de los casos, es un acto contraproducente.
¿Qué pasa cuando se obtiene demasiado dinero (por herencia o por suerte en la lotería) sin haberlo conseguido con esfuerzo? Ordinariamente se dilapida. En cambio, lo que es fruto de la conquista se cuida, se aprecia, se valora.
Cuando un joven quiere ser novio de una chica, debe “conquistarla”, pues reconoce en ella una realidad extraordinariamente valiosa que le exigirá dar lo mejor de él, en todos los sentidos, para enamorarla. Y, cuando lo logra, hay una alegría indecible fruto de dos factores: el sí libre de ella, que es percibido como don inmerecido, y el sí perseverante de él, que conquistó lo que anhelaba.
Me duele constatar que, los educadores en general y los pedagogos en particular, estamos fijando la mirada en aspectos de nuestra vocación y profesión que no son tan importantes. Por ejemplo, prestamos demasiado interés a la redacción correcta de verbos a la hora de plantear objetivos en nuestras planeaciones didácticas, pero descuidamos el que esos objetivos de aprendizaje sean en el aula verdaderas “conquistas”. Cuando no ponemos la energía en lo sustantivo, al paso del tiempo, nos volvemos irrelevantes en la vida de nuestros alumnos. Porque ellos, al igual que cada uno de nosotros, tienen hambre y sed de infinito, buscan ser felices, anhelan crecer y madurar. Y todo esto no va a ocurrir en sus vidas al margen de su libertad ni de su esfuerzo. Educar consiste en ayudarles a conquistar un sentido de vida, conquistar unos valores y conquistar unas virtudes, conquistar la verdad y, en definitiva, conquistarse a sí mismos.