¿Por qué digo “siñorpresidente”? y otras diatribas posdemocráticas.
05/11/2021
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Foto: Director de Formación Humanista

A mi abuelo Enrique, extraordinario escritor con gran sentido del humor.

 

Las sociedades democráticas muestran hoy un gravísimo déficit de respeto por las instituciones de sus respectivos países… como para que venga un miserable politólogo ignoto e irreverente a pitorrearse de las investiduras de los poderes de nuestro México.

En días pasados, en conversaciones que tuve con dos grandes amigos emergió el tema del “siñorpresidente”, al que me he acostumbrado tanto en este espacio. Para uno—aunque dicho entre risas—mi irreverencia es inaceptable. ¿Con qué cara un mísero ciudadano se atreve a ensuciar la investidura presidencial? ¿No añade esta falta de respeto a la profunda desconfianza ciudadana hacia sus instituciones, esas que tanto trabajo nos costó construir? Con el otro amigo la cosa fue distinta, pues después de las risas ya no hubo reproche, sino pura camaradería: compartiendo un taco gobernador me confiaba que había disfrutado leer mi texto, sin dejar de reconocer en el detalle de la palabreja una carga de humor y sátira. Dos amigos carísimos, dos perspectivas. Me gustaría explicar aquí—como lo hiciera Murakami sobre su gusto por los maratones—de qué hablo cuando hablo del “siñorpresidente”.

Debo decir, antes que nada, que no he rasgado manto soberano alguno. Esto, por dos razones. Primero, porque el soberano no está ahí, sino en la fantasmagoría o, dicho con propiedad y pompa académica, en el dispositivo simbólico que conocemos como “Pueblo”, ese pueblo que los siñorespresidentes de uno y otro color manosean a su antojo, rebautizándolo como pueblo-bueno, pueblo-auténtico, pueblo-legítimo, para catapultarlo hacia un antagonismo feroz contra las facciones que le son adversas. Pero, en segundo lugar, no rasgo manto alguno porque, como nos enseñó Andersen, el rey está desnudo. La política se ha vaciado de contenido, dejando en su lugar un espectáculo lastimoso, burda combinación de interés privado, panem et circenses, y un desfondamiento casi completo de la virtud cívica. El rey está desnudo, y es precisamente por ello que debemos denunciarlo, mostrando el anverso del poder: su corrupción, su impunidad, su testarudez, resentimiento, soberbia, ineptitud y demás calificativos (_____ añada el querido lector adjetivos al gusto). Mi palabreja quiere mostrar precisamente ese déficit, esa distancia que existe entre cualquier representante democrático y lo que hoy tenemos; busca recuperar algo de decoro, redescubrir ese mínimo común denominador que debería acompañar a cualquier político. Dicho en otras palabras: La desnudez del rey transparenta nuestra propia desnudez, nuestro desaseo democrático, nuestra propia corrupción y coqueteo con autoritarismos de toda clase.

La palabreja es, pues, y no debe dejar de ser nunca, autocrítica. Tenemos siñores—y siñoras, pues en este espacio no se discrimina—presidentes porque nosotros los hemos puesto ahí. Es la brutal apatía ciudadana la que ha creado el problema en que estamos. Después de décadas de sangre, tinta y sufrimientos para conseguir la ansiada democracia, nos despertamos un día con una modorra incurable, una sed insaciable de consumo y de confort, que rápidamente nos hizo abandonar los espacios públicos. “¿Sócrates, dice usté?”, pregunta confundida la ciudadana al ser cuestionada sobre el gran crítico de la democracia ateniense; “hace unas décadas desfiló por estas calles un gobernador neoleonés con ese nombre, de lo demás no sabría decirle”. “¿Un tábano?”, replica confundida ante nuestro revire, “pero, ¿qué carajos es un tábano?” (“Carajo”, dice la Real Academia, es una palabra malsonante que expresa sorpresa o contrariedad). Nuestra ciudadana imaginaria, de lenguaje florido y poca paciencia, se ha ido, dejándonos con nuestra lista de preguntas cívicas sin respuesta. Si tenemos siñorespresidentes es porque hemos fracasado como demócratas.

Diría, finalmente, que en la vida no debe faltar algo de humor. La democracia es cosa seria y, precisamente por eso, la sátira es fundamental como género que pretende colar críticas—sutiles o algo-menos-que-sutiles—que ayuden a pensar. Por eso hoy entendemos poco y mal a Swift o a Vonnegut. Si, por ventura, este humilde politólogo venido a pintor de humanidades ha logrado clavar una pregunta como astilla que molesta, me daré por bien servido. Si no, puedo asegurar a mis dos amigos que escribir es pasión, y que quien ama lo que hace no puede menos que divertirse.