Nuestra paradójica esperanza
13/12/2021
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Foto: Director de Formación Humanista

Se cierra otro año. Otro año difícil, con la balanza de los tiempos inclinándose hacia la crisis, hacia la barbarie y la inhumanidad. La misma pasión desordenada por “ser como dioses”, el sueño de autonomía e independencia absolutas, se esconde detrás del descarte, el populismo, la marginación, la violencia de toda clase, las ambiciones desquiciadas, el resentimiento y la extensa lista de aflicciones que nos lastiman cada día. 

Un año que nos robó seres queridos, amigos y colegas; que quiso convertir el espacio público, los lugares de encuentro con el otro, en nada más que amenaza e infección; un año donde el poder nos mostró, como pocas veces antes, su rostro más desquiciado y perverso; un año donde la iglesia misma, que debería ser estrella que irradia el amor divino, se vio lastimada por esa terca insistencia de tantos de ver división donde hay riqueza, confrontación de pontífices donde brillan los carismas, herejía en la misericordia y el discernimiento; un año que nos mantiene al borde de la extinción, con largas listas de buenos deseos y muy poca disposición a modificar radicalmente nuestra forma de ser. Nada nuevo, pues, en el horizonte.

Y, sin embargo, hablar de la profunda maldad del género humano es contar la mitad de la historia. El nuestro fue también un año de resiliencia, de regreso al seno familiar, de revalorar la libertad de tránsito no menos que la tecnología que, en tiempo récord, nos regaló vacunas que están salvando vidas todos los días. Fue un año más con Francisco, el papa argentino que, siguiendo la brillante reflexión de Jorge Medina, en Fratelli Tutti, pudo habernos confiado su testamento en vida; un año más con Benedicto, el papa que renunció no por debilidad sino para dar un manotazo a las pasiones desordenadas dentro de la iglesia, el papa políticamente sabio que supo mostrar fortaleza en la debilidad. Para muchos privilegiados, fue un año de trabajo arduo, dejando sudor y talento en las aulas, las oficinas o la tierra, y asimismo un año que invitó a la generosidad, a abrazar al otro que perdió su trabajo, que perdió a su padre o a su madre, que desarrolló una enfermedad mental, que se sintió más solo que nunca o que, simplemente, dejó de tener esperanza alguna, bajó los brazos y se entregó al susurro de una muerte que se le anuncia en el horizonte.

Esperanza. Quizá el término más extraño para la actual sociedad. La existencia de la misma es una pregunta obligada en todos mis cursos, y la respuesta cada vez es más cruda y desoladora: la crisis es, antes que nada, una crisis de esperanza, una crisis que ataca lo más profundo del espíritu humano, convenciéndolo de que, por fin, ya no hay nada en que creer, nada que esperar, nada estable que merezca nuestro amor total. Es contra la crisis de esperanza que me gustaría arremeter en esta última entrega del año, sugiriendo que a través de la paradoja del cristianismo es posible desarrollar un potente antídoto contra el mal de nuestro tiempo.

Dios, evidentemente, no es paradoja y, sin embargo, nuestra relación con la verdad, que es Él mismo, no puede sino estar marcada por la paradoja. El bípedo escindido por la tensión entre inmanencia y trascendencia, entre necesidad física y anhelo de eternidad, entre lo cognoscible y el misterio, la fe y la razón, la tierra y el cielo, no puede ver a Dios (Jn 1:8) claramente sino apenas intuirlo, abiertos a una comunicación que se plantea desde el misterio y que va hacia el ser humano.

Jesús se nos presenta, pues, en categorías que no pueden sino generar paradojas en la mente humana. Jesús el Hijo es el rey sin reino ni corona ni ejército ni súbditos, el rey que nace en pesebre y muere abrazando la cruz de los criminales; es el rey que no ejerce poder ni dominio sobre los pueblos, no un conquistador ni la cabeza de un imperio, sino el manso y humilde. ¿Cuándo se ha visto que un creador de imperios se muestre dócil, apacible y dispuesto a sufrir en silencio? ¿Qué diríamos del cordero que doblase la pata frente al verdugo, mirándolo con ojos amorosos como regalándole un perdón inmerecido? Y es ahí, empero, donde la grandeza del cristianismo encuentra su piedra.  

En la mísera suciedad del pesebre brillan las ofrendas de los sabios pero, más que cualquier otra cosa, la blanca luz de María, la esclava hecha princesa, la ínfima que se convirtió en madre de Dios; y detrás de ella José, el silencioso padre putativo del que tan poco sabemos, que se hizo pequeño igual que el Bautista para hacer paso al brillo cegador del Cristo que se nos había prometido. Sin ejércitos ni altos mandatarios, Jesús en el pesebre encuentra cobijo en la humilde caridad de los pastores, cuya riqueza estriba en su apertura y diligente disposición para abrazar el misterio, encontrando la fuerza en la debilidad, la grandeza en la humillación, la complacencia divina en aquello que descartaron los constructores de mundos, de reinos y de imperios humanos.

En la cruz no hay ya un criminal desnudo y macerado, sino un novio. En Cristo, dice Brian Pitre, se consuman las nupcias de Dios con su pueblo anunciadas por los profetas (ver, especialmente, el libro de Oseas). La victoria de Cristo en la cruz no es un pincelazo de brillantez política sino todo lo contrario, es la gloria alcanzada por la rendición total, el abandono absoluto en el océano de amor incondicional que se revela como la verdad última del único Dios. No es la constatación de que Dios sigue siendo, a final de cuentas, el cruentísimo, sanguinario Dios veterotestamentario denunciado por Richard Dawkins, sino la completa revaloración del universo moral humano, que muestra no sólo nuestra absoluta cortedad de miras, sino asimismo nuestro vulgar coqueteo con una distancia respecto del otro que, lejos de engrandecer, convierte al ser humano en animal rastrero. En Cristo nos elevamos sin joyas, ni títulos ni propiedades, sino con la convicción de que “o nos salvamos todos o no se salva nadie”, que no es sino el urgente recordatorio de la primacía del amor cristiano.  

La esperanza cristiana tiene por bandera a Jesús signo de contradicción, al Dios cuyo misterio puede apenas ser avistado, entre pestañeo y pestañeo, en la sonrisa del niño abrazado, la barriga satisfecha del desnutrido, el amor de los esposos, el consuelo de la viuda. El niño del pesebre se revela, así, como signo de contradicción, como punto de partida de la revolución cristiana, como marcador de la involución cósmica que se opera cuando el mundo deja de mirar su propio ombligo y se atreve a dejarse deslumbrar por la cálida luz del sol. Esta esperanza, cabe agregar, no se refiere únicamente a los bienes celestiales, sino a la presencia viva de Jesús entre nosotros, que hace brotar sus bienaventuranzas en el mundo a través del amor de los cristianos, sin el cual la vida pierde sabor y se vuelve gris y aburrida.

Es este carácter paradójico el que debe reinar hoy, cuando la Navidad ha sido reducida, en tantas ocasiones, a banquete sin novio, a comilona y bacanal, a consumismo y parafernalia, perfume, telas finas y ese tufillo desquiciante de maliciosa apariencia que gobierna tantas interacciones humanas. Si el nacimiento y vida del pesebre no reluce más allá de la pompa y el exceso, si no brillan la sencillez, la humildad y la mansedumbre como virtudes de lo auténticamente cristiano, entonces la navidad ha muerto y hoy vivimos nada más que el espectro deforme de algo que un día dejo de ser y hoy ha comenzado a oler mal. Sólo en la contemplación del misterio de la Encarnación-Resurrección puede la vida cristiana tener un sentido.

 

Colegas, felices fiestas.