Aquel que quiera en verdad luchar por la justicia, si
es que ha de vivir al menos por un rato, debe vivir
una vida privada antes que pública (Apología, 32a).
En su Apología, Platón nos ofrece el drama de la condena de Sócrates a manos de la democracia ateniense. Drama, puesto que en dicha condena al tábano ateniense se jugó Occidente—de forma prematura, por supuesto—la pregunta que surgirá, una y otra vez, contra ese régimen político tantas veces culpable de claudicar ante la masa que clama por la sangre del justo: ¿es posible una democracia justa? Joseph Ratzinger, agustiniano y, por ende, irremediablemente platónico, escuchará en el “Tolle, tolle, crucifige eum!” joánico la voz de esa peligrosa masa que, embravecida por el anonimato, quiere arrancar la vida del justo. Volveremos a esta cuestión en nuestra siguiente entrega.
Sócrates, el tábano. Sócrates es acusado de pervertir a la juventud y de adorar a dioses falsos, es aquel que no quiso hablar con eufemismos, delicadeza y deferencia hacia el poder y los poderosos, prefiriendo decir la verdad, incluso al grado de la hipérbole: si me matan, dice en el límite de lo cómico, se estarán deshaciendo de un regalo de los dioses. Sócrates, el maestro, no tiene en la Atenas democrática otra función que la de desperezar al pesado animal en que se convierte todo régimen político, obligándole a caminar, a seguir adelante, a tensar los músculos y terminar el aletargamiento y autocomplacencia que conducen a la injusticia.
Sócrates-tábano es un regalo divino en tanto que conciencia de Atenas. Algo similar dirá Ratzinger cuando recoja las palabras de Newman al conde de Norfolk: “si yo tuviera que brindar por la religión, lo cual es altamente improbable, lo haría por el Papa. Pero en primer lugar por la conciencia”. El papado, por supuesto, no se enfrenta a la conciencia, sino que la convierte en officium, en actividad tan íntima al sujeto que termina por definir al sujeto en sí mismo (ver Agamben, Opus Dei. Arqueología del Oficio). Algo similar veremos en el sacerdocio, cuyo oficio es idéntico al “quién” del presbítero, que no se entiende fuera de su ministerio. El papa es la conciencia de la iglesia en tanto que “presencia clara e imperiosa de la voz de la verdad” (Verdad, valores, poder, 57-58).
Pero, ¿quién quiere en realidad sufrir a una mosca que lo obliga a uno a bajar de la hamaca y ponerse en camino? ¿Quién de nosotros no aceptará de muy buena gana deshacerse del molesto animalejo bañando de insecticida a ese demonio del incordio? Nadie disfruta de la crítica; nadie espera con brazos abiertos el discurso que nos dejará desnudos frente a una sociedad que nos mira con desprecio; nadie da la bienvenida a esos metomentodos que no dejan pasar oportunidad alguna para señalar los excesos y los descalabros del poder. ¡Menuda tarea ésta de incomodar a los grandes y potentados! Y, sin embargo, ninguna más urgente, más noble, que ésta, ayer, hoy y siempre. Ratzinger, nuevamente: “los mártires son los grandes testigos de la conciencia, de la capacidad otorgada al hombre para percibir el deber por encima del poder y comenzar el progreso verdadero y el efectivo ascenso” (ibid., 64).
El mártir del cristianismo encuentra cierto paralelismo con la persona de ideas de la universidad, con el profesor universitario. Si en la religión el amor a Dios llega al desprecio por la propia vida, en la universidad el amor a la verdad debe llegar al desprecio hacia todo convencionalismo, hacia el exacerbado cuidado de las formas sociales; debe llevarnos al rechazo de las jerarquías artificiales, de los argumentos de autoridad y de las censuras previas. El profesor no es nadie si no incomoda, si no remueve la tierra sobre la que la universidad está parada, forzando dolores de parto que alumbren ideas nuevas, proyectos nuevos, verdades más auténticas. El excesivo respeto a las formas sociales sólo puede conducir al envejecimiento y aletargamiento de la universidad. Veamos esto desde la perspectiva opuesta: ¿tiene algún valor una universidad que no incomoda a sus alumnos, que no los saca de sus prejuicios y lugares comunes para ponerlos de frente al problema de la verdad, ese problema que, en última instancia, no es un problema filosófico sino, más profundamente, teológico, a saber, el encuentro con una persona, con Aquel que es Él mismo la Verdad? (Deus caritas est, §1). Si queremos incomodar al estudiante, ¡cuánto más deberemos aceptar la propia incomodidad, el temor y temblor de quien siente en sus manos latir la responsabilidad de la formación de personas!
Un profesor que no sepa llevar su disciplina al terreno de la incomodidad existencial es un profesor que ha dejado de tener algo que decir. Sea pues, nuestra universidad el sitio donde florezcan más y más discípulos de Sócrates, donde el zumbido ensordecedor de una comunidad de tábanos inunde el silencio de nuestras sociedades enfermas de anomia, de apatía, del culto a una pseudotolerancia hueca. Sea, finalmente, ese zumbido la repetición de dos afirmaciones, una de Sócrates—”la vida no examinada no vale la pena ser vivida” (38a)—y otra de Dios hecho carne: “no he venido a traer la paz, sino la espada” (Mt 10:34).