Después del fallecimiento del papa Francisco, en pocos días, el 7 de mayo, comenzarán las deliberaciones a puerta cerrada para sucederlo. Para eso tendrá lugar un “cónclave”, el septuagésimo sexto en la historia de la Iglesia, por lo que ahora pretendemos ilustrar brevemente los orígenes y el desarrollo de este que es uno de los procedimientos sucesorios más importantes y antiguos en el mundo. Aunque su historia es en parte turbulenta, este proceso electoral es un ejemplo clarísimo de institucionalización, lograda después de innumerables dificultades y obstáculos, pero que desde hace un tiempo ha llegado a un punto en el que parece haber encontrado una estabilidad y firmeza con las que muchas sociedades pasadas y presentes únicamente podrían soñar. La línea de sucesión papal no ha sido interrumpida desde el siglo I, por lo que podemos decir que es la única “dinastía reinante” que abarca desde la Antigüedad hasta nuestros días. Los papas son, como expresó atinadamente el reconocido historiador inglés Patrick Collinson (1929-2011), “The last Caesars”.
Para empezar, tenemos que partir del hecho de que la Iglesia –como toda institución en el mundo- está formada por hombres y mujeres de carne y hueso, no por ángeles; su historia está inscrita en la historia de la humanidad, lo cual significa que un acercamiento a ella nos lleva necesariamente a enfrentarnos a sus miserias y a sus grandezas, a sus lados obscuros y a sus lados luminosos. Es por ello que los procesos de elección papal se han tenido que ir perfeccionando, pues los que eligen al Papa son personas como nosotros, con virtudes y debilidades, con imperfecciones y susceptibles por ello de moverse por intereses diferentes, frecuentemente irreconciliables, si bien no todos forzosamente ilegítimos. Independientemente de que los fieles católicos puedan pedirle al Cielo que los cardenales encargados de la elección del pontífice sean iluminados en sus decisiones, a través de la historia se han ideado ciertos procedimientos para mejorar y garantizar el proceso sucesorio y para hacerlo más seguro y confiable. La diversidad de ideas, intereses, visiones y enfoques políticos, pastorales, personales y religiosos que están presentes en toda elección papal han propiciado la búsqueda de un constante perfeccionamiento en estos procedimientos.
En un principio, la palabra en latín vulgar “papa” (derivada del latín pater, padre, papá), no se utilizaba para designar al sucesor de San Pedro, por lo que hasta el siglo IV cuando se encuentra por primera vez en dicho ámbito, en un epitafio: (“sub Liberio papa”). Sin embargo, a partir de las pretensiones del Papa León I (c. 400-461, papa desde el 440), quien proponía el primado del Obispo de Roma, se fue reduciendo el empleo de este nombre hasta llegar al punto de utilizarse para designar única, exclusiva y precisamente al titular del episcopado romano. La reivindicación del obispo de Roma en torno al llamado “Primado” sobre otras comunidades y sobre todos los fieles se deriva de la consideración del Obispo de Roma como sucesor de San Pedro, quien a su vez había recibido la especial encomienda de Cristo para guiar a los fieles.
Como todos los obispos, en un principio también el de Roma era electo por aclamación popular, lo cual en ocasiones podía resultar muy problemático tanto debido a las dificultades para distinguir el peso de los grupos que aclaman, gritan y aplauden como por la influencia de gente o grupos de poder sobre la plebe. Un paso decisivo para afianzar la posición del Papa es el que emprende San Gregorio el Grande (en el trono del 590 al 604), al reservarse la facultad de confirmar el nombramiento de obispos, de interpretar el derecho canónico y el de aprobar las resoluciones de los concilios. Con Gregorio VII (reinó de 1073 a 1085) termina el largo proceso histórico para reservar la palabra “Papa” exclusivamente para el Sumo Pontífice Romano. De ahí las palabras de Enrique el Poeta († c.1288): Papa brevis vox est, sed virtus nominis huius / Perlustrat quicquid arcus uterque tenet, es decir: “ʻPapa’ es una voz corta, pero la fuerza de esta palabra abarca al cielo y a la tierra”.
A pesar de lo anterior, o quizá precisamente por eso, los papas medievales trataron por todos los medios de subrayar su independencia frente al poder político. Incluso un papa tan dependiente de Carlo Magno como León III (c. 750-816, en el trono desde el 795) afirmó: Papa a nemine iudicatur, es decir, el Papa no puede ser juzgado por nadie. Entre los siglos IV al VIII debía esperar el Papa recién electo a que el Emperador en Constantinopla revisara la legalidad de su elección para entonces poder ser consagrado. En los siglos IX y X era costumbre que, después de la elección del Papa, este pidiera la confirmación del Emperador carolingio u otónida. El primero en exigir del papa recién electo, antes de su consagración, un juramento de lealtad, fue el emperador Lotario I (795-855). Además, y esto se prolongó hasta casi el Siglo XII, los papas estaban muy supeditados a las principales familias nobles romanas, que llegaron a asesinar a varios de ellos o a atentar contra sus vidas (“nobles” es solamente un eufemismo: eran familias ricas de bandoleros de cuello más o menos blanco). Como estas familias trataban de manipular la elección papal, entraban en ocasiones en conflicto con los emperadores alemanes, quienes nominalmente regían sobre Italia.
Los emperadores que más se inmiscuyeron en los procesos electorales papales fueron Otón I, llamado “El Grande” (912-973), Otón II (955-983) y Enrique III (1017-1056), tratando no sólo de influir en las políticas de los pontífices romanos, sino también de imponer candidatos papales a modo. Con el impulso de la llamada “Reforma Cluniacense” y buscando liberar a la Iglesia de estas intromisiones perniciosas, el Concilio Lateranense del año 1059 acordó restringir el derecho para elegir al Papa, designando para esto al Colegio de Cardenales. Esta medida permitió a la Iglesia Latina desembarazarse –de momento, por lo menos- de las intromisiones extrañas. Por el contrario, la Iglesia Griega, con sede en Bizancio (Constantinopla), al ser la iglesia oficial del Imperio Oriental, no gozaba de la más mínima independencia frente al poder temporal de los emperadores bizantinos.
Con Juan XII comienza la tradición de que el nuevo papa elige un nombre nuevo después de haber sido electo. Este pontífice gozaba de muy mala fama ya desde ese entonces; rechazó su nombre de pila (Octaviano) y adoptó el de Juan. Aquí es menester hacer una aclaración: hace unos años, con motivo de la llegada al trono papal de Benedicto XVI, se afirmó en los medios de comunicación que la elección de un nuevo nombre por el pontífice recién electo comienza con Juan II (533-535), quien tenía el nombre pagano de Mercurio. En realidad, Juan II sí se cambió el nombre, aunque no fue el primero, pues a Simón se lo cambió el mismísimo Cristo; pero, sobre todo, ni con Pedro ni con Juan II se instituyó una tradición, lo que sí sucedió a partir de Juan XII. Además, este último Juan, más o menos a los 22 años de edad, inició otra tradición de enorme peso durante siglos: en el año 962 coronó a Otón I El Grande como emperador alemán. Juan XII fue al parecer el único papa que inició su pontificado siendo menor de edad (tendría a la sazón quizá unos 16 años) y se destacó tristemente por una vida llena de traiciones, violencia, indignidad y desórdenes de todo tipo.
Las intromisiones del emperador Enrique III lo llevaron a quitar y poner a varios papas, pues hacia la mitad del siglo XI, en un lapso de doce años hubo cinco papas de origen alemán. Ya en esos años se hablaba de muertes muy extrañas y se decía que era característico de un papa el vivir poco tiempo. Por lo menos en el caso de Clemente II (1046-1047) se confirmó como resultado de un envenenamiento, ya que un análisis realizado en 1942 halló en sus huesos cantidades poco saludables y recomendables de acetato de plomo. Él fue impuesto por el emperador y se significó por su lucha contra la compraventa de puestos eclesiásticos; por esta y otras cosas se le considera precursor de las grandes reformas llevadas a cabo por el papa Gregorio VII de 1073 a 1085.
Todo lo anterior llevó a la Iglesia a buscar un método para cortar de tajo la influencia de extraños, por lo que las medidas acordadas en 1059 dejaron en manos del Colegio Cardenalicio la elección del nuevo papa. Un cardenal, en aquellas épocas, era un eclesiástico en una iglesia importante, primero en Roma, luego también en otras sedes episcopales. Estos cardenales cumplían fundamentalmente tareas litúrgicas y caritativas. Hacia fines del S. XI estaba compuesto el Colegio de Cardenales por unos cincuenta miembros. Con esta suerte de “auxiliares” del obispo de Roma (es decir, del papa) se formó por lo tanto una especie de “Senado” de la Iglesia, con la tarea de elegir al Sumo Pontífice. Por supuesto que los procedimientos de elección se fueron afinando poco a poco, aprendiendo de malas experiencias, pues al no haberse fijado por ejemplo un porcentaje mínimo para designar al ganador, ocurrió en varias ocasiones que todo degeneraba en una “doble designación”, es decir, al final había dos “papas” electos. A veces el asunto acababa a golpes, como en el caso de la elección de Alejandro III en 1159. Tan desagradable suceso –que incluso significó que Alejandro se las tuviera que ver con cuatro “antipapas”- movió años después a dicho pontífice, en el gran Concilio Romano de 1179, a fijar como mínimo para ser designado papa la cuota de dos tercios de los votos. Quien sacara menos votos y aun así exigiera ser nombrado papa, sería excomulgado. Esta disposición fue muy acertada, por lo que en los siguientes doscientos años casi no hubo “problemas postelectorales”.
Son por lo tanto dos elementos los que garantizan en ese tiempo la estabilidad en el procedimiento: elección del papa exclusivamente por el Colegio de Cardenales y la cuota mínima de dos tercios de los votos. Hay que agregar ahora un tercer elemento, esencial en la elección: el “Cónclave”, es decir, la realización de la elección “bajo llave” (de ahí el nombre: cum clavis, con llave), a puerta cerrada. Esta última disposición se inspiró en las prácticas electorales de algunas ciudades italianas, quienes se valían de este método para nombrar a sus autoridades en un lugar cerrado, a salvo de los gritos, amenazas, pasiones y presiones eventuales de la gente del pueblo o de los ricos. La palabra “cónclave” designó primero al local cerrado en el que se reunía el grupo de electores, pasando a significar después al acto mismo de elección. El local en donde, hasta donde sabemos, se llevó a cabo el primer cónclave cardenalicio de la historia ya no existe, pues fue demolido para aprovecharlo como material de construcción en el marco de las impresionantes medidas arquitectónicas del papa Sixto V (1585-1590). Era el llamado Septizonium, un palacio mandado a construir por el Emperador Septimius Severus (193-211) hacia el sureste del Palatino, en Roma. Lamentablemente, las primeras experiencias con elecciones a partir de “cónclaves” fueron desastrosas, verdaderamente dramáticas, por lo que el papa Gregorio X (1271-1276), aprovechando que no era cardenal, que no había estado presente en el cónclave en el que había salido designado y que había durado dos años y nueve meses (estaba acompañando a Eduardo I de Inglaterra en una Cruzada), por lo que se sentía libre de compromisos, decretó en 1274 un estricto orden para el cónclave: se trata del documento llamado Ubi periculum. En este documento se determinaba que cada cardenal sólo podía hacerse acompañar en el cónclave por un sirviente. Si después de tres días de iniciado el proceso electoral no se llegaba a ningún acuerdo, se le serviría a cada uno de los presentes, por los próximos cinco días, nada más un platillo en la comida y uno en la cena. Si aún no elegían a nadie después de estos días, se les mantendría a pan, vino y agua hasta que surgiera un candidato ganador. Uno pensaría que con esto se solucionarían los problemas del cónclave, pero no fue así: el de 1740, por poner tan sólo un ejemplo, duró seis meses.
Los elementos centrales de la elección papal son, como se ha dicho, el Colegio Cardenalicio, los dos tercios de los votos como mínimo y el cónclave, a los que se han agregado con el paso del tiempo solamente algunos detalles no esenciales. En 1586, por ejemplo, el papa Sixto V, de quien ya hemos hablado, estableció que el número de cardenales no pasara de 70. Pío XII agregó en 1945 la determinación de que ganara aquel que recibiera dos tercios más un voto del colegio cardenalicio, queriendo evitar que alguien votara por sí mismo. Al poco tiempo, con Juan XXIII, se regresó al límite de los dos tercios, pero con la salvedad de que, cuando el número de los cardenales presentes no fuese divisible entre tres, entonces sí se requeriría del voto adicional. El mismo pontífice elevó el número de cardenales a 135, dejando atrás la simbólica cantidad de 70, inamovible desde hacía siglos. Paulo VI volvió a echar mano de la determinación de los dos tercios más un voto, con la Constitución Romano Pontifici eligendo de 1975 y que no alteró la cantidad de cardenales, agregando, empero, la determinación de que al alcanzar los 80 años de edad se dejaba de pertenecer a los cardenales con derecho a voto. El número de cardenales menores de 80 años quedó fijado en 120.
En la actualidad, de acuerdo a los cambios introducidos por Juan Pablo II en 1996 (Universi Dominici Gregis), más otros debidos a Benedicto XVI, bastan los dos tercios de los votos, pudiendo realizarse un máximo de 34 vueltas electorales. Si en ese momento aún no hay un ganador, se realiza un desempate entre las dos personas con mayor número de votos, manteniendo la regla de los dos tercios. El número actual de cardenales con derecho a voto fluctúa alrededor de los 135; además, no hay que olvidar la estricta observancia del secreto a la que están obligados los cardenales participantes en el proceso.
Desde hace muchos años ya no ha habido ningún “problema postelectoral” en un cónclave papal: la elección es un asunto en el que ya, al parecer, se ha logrado dejar fuera a las pretensiones ajenas al gobierno de la Iglesia de influir, manipular o alterar los resultados del proceso. Es por ello que la única razón que al parecer puede tener el público en general para seguir con emoción y aún con nerviosismo los trabajos de un cónclave –como en el que estamos próximos a vivir-, es por la natural curiosidad y por el interés de saber quién será el próximo Pontífice. Esta situación dista mucho de la que antes se presentaba, cuando el mundo era testigo atónito de las luchas a veces despiadadas, feroces, abiertas y prolongadas entre emperadores, reyes, familias adineradas, bloques nacionales, sicarios, cortesanas, papas y antipapas.