Hace 130 años
Es 12 de octubre. Estamos en la Ciudad de México. El amanecer despeja las brumas del Valle. Las campanas de la vieja Colegiata (antigua Basílica), resuenan como si el tiempo se hubiera contraído, como si volviéramos a 1895, al momento exacto en que el arzobispo Próspero María Alarcón, representante del Papa León XIII, se preparaba para colocar sobre la frente de la Virgen del Tepeyac una corona de oro. No era una corona cualquiera: era el signo visible del reconocimiento eclesial del amor indómito de un pueblo por su Madre.
Hoy, a 130 años de aquella solemne coronación pontificia, la memoria se hace liturgia y el corazón de México vuelve a latir con fuerza guadalupana. Esta efeméride se enmarca providencialmente en el jubileo de la espiritualidad mariana, convocado para los días 11 y 12 de octubre de este año, que fue presidido por el Papa León XIV. No se trata de una coincidencia, sino de una sinfonía providencial entre historia, fe y pueblo.
Un gesto, un símbolo
Coronar una imagen mariana, al inicio, no revestía más que un sentido honorífico. Era, en palabras de los cronistas antiguos, un gesto de distinción, una forma de señalar su patrocinio sobre alguna región o comunidad. Pero con el paso del tiempo, ese símbolo adquirió una dimensión eclesial y más profunda: la coronación expresa el reconocimiento de un pueblo entero que se declara vasallo de la Reina del Cielo, y que encuentra en su intercesión no sólo consuelo espiritual, sino conciencia de su identidad y pertenencia.
La coronación del 12 de octubre de 1895 no fue un mero acto ceremonial, fue una auténtica declaración de amor nacional. Aquel día, diez arzobispos, veintisiete obispos y un vicario apostólico, en representación de Iglesias particulares de distintas naciones, acompañaron el gesto pontificio. Dos notarios públicos levantaron acta. Las crónicas cuentan que el Tepeyac vibró como nunca: caravanas de fieles llegaron desde los pueblos más recónditos, las calles se llenaron de repiques, cantos, flores y luces. Era un pueblo que reconocía a su Reina, Madre tierna y cercana.
De Botturini a la Basílica: una historia
La historia de esta coronación tiene raíces que se remontan al siglo XVIII. Fue el noble italiano don Lorenzo de Botturini, quien al estudiar los orígenes del culto guadalupano, propuso ya en 1738 la necesidad de un reconocimiento solemne de María de Guadalupe como Patrona y Madre del nuevo pueblo mexicano. Sin embargo, pasarían más de 150 años para que su propuesta fructificara oficialmente.
Cuando en 1746 la Virgen fue reconocida como patrona de la Nueva España, y después en 1754 mediante bula papal, el camino hacia la coronación quedó abierto. Pero no fue hasta 1895 —cuando México aún sanaba heridas profundas de guerras, reformas y fracturas sociales— que el pueblo, unido en la fe, vería hecho realidad su anhelo: María de Guadalupe, su Madre del Tepeyac coronada como reina, acto que fue acompañado por el amor libre y ardiente de toda una nación.
Un mensaje para hoy: espiritualidad mariana
¿Qué nos dice este aniversario hoy? Nos recuerda el privilegio de tenerla en el Tepeyac; la devoción a la Virgen de Guadalupe habla a lo más profundo del corazón, tanto al indígena como al científico, a la madre como al niño, lo mismo al migrante que al político, al estudiante y al artista. Ella nos muestra a su Hijo, el Verdaderísimo Dios, Aquel por quien se vive.(Nican Mopohua 26).
El jubileo de la espiritualidad mariana, que vivimos este fin de semana 11-12 de octubre, nos invita a renovar nuestra relación con la Virgen que nos sigue repitiendo como a Juan Diego: "¿No estoy yo aquí que soy tu madre?"
¡Viva María de Guadalupe, Reina de México y Emperatriz de América!
Y que su corona sea siempre el reflejo de nuestra fidelidad; que de México pueda decirse: México siempre fiel.