Descentramiento
24/10/2025
Autor: Dr. Jorge Medina Delgadillo
Cargo: Vicerrector de Investigación

Uno de mis autores filosóficos favoritos es Emmanuel Levinas. Y no lo es al modo en que le voy a un equipo de fútbol o como tengo mis preferencias culinarias. Me atraen mucho los filósofos que me incomodan, que me provocan, que me inquietan. Levinas es uno de ellos.

Por tanto, no hablaré de él para convencerlo a usted, amable lector, de lo hermoso y fascinante que es su pensamiento, de esas pretendidas mieles de su propuesta que a todos encantará y ante la cual reconocerían genialidad hermenéutica, proyección cultural o irrefutabilidad lógica. No, los grandes pesadores no necesitan agencias de publicidad, ni voceros ni defensores de oficio. La buena filosofía seduce de suyo.

Para Levinas uno de los ingredientes (¿venenos?) con los que se cocinó el platillo de la modernidad es la centralidad del “yo” como núcleo explicativo de la realidad. La satisfacción de las propias necesidades y de los propios intereses se volvió una hoja de ruta para la economía, el derecho, la política y la ética. No me refiero exclusivamente a la egología sobre la que giraron los saberes, me refiero también a la egolatría sobre la que giran nuestras vidas.

Nacimos y nos hemos desarrollado en una sociedad bastante egoísta. Un egoísmo que se justifica así: “quien no se ama a sí mismo primero, no puede amar a nadie después”, sin saber que uno nunca se sacia de amarse, uno nunca termina de amarse, por eso no damos el paso a amar en serio a los demás. Levinas opondrá al egoísmo el altruismo, y no un altruismo light, sino uno radical. En efecto, al otro (pensemos en el más distante a mi forma de pensar, a mis hábitos, a mi educación recibida, a mis categorías culturales), a ese otro más otro, es a quien me debo.

Si realizo una prueba de alteridad puedo darme cuenta de que a veces esos otros con los que de ordinario juego y río, como y converso, son una extensión de mi forma de pensar y ver la vida. Ese “nosotros” que conformo con ellos no es, en el fondo, el encuentro de un yo con diversos, sino una prolongación del yo con pares. Un nosotros que suena más a eco que a diálogo. Monólogo en diversas bocas.

Si soy sincero, me doy cuenta que mi esposa e hijos, mis padres y hermanos, son más distintos a mí de lo que yo mismo a veces soy consciente. Pienso en concreto en mi esposa: otra sangre, otra educación, otros hábitos, otro sexo, otra edad, otra cultura. Ella es otra. Su otredad me fascina y también, tengo que confesarlo, me inquieta y molesta a veces. Me seduce, pero también me cuestiona. El encuentro -el auténtico encuentro- con una alteridad siempre nos descentra.

Porque descentrarnos es entender la vida desde otro polo. Es darnos cuenta de que el mundo puede ser comprendido desde otras categorías distintas a las mías. Es tomar conciencia de que la felicidad más profunda no consiste en saciar los deseos del yo, en perseguir incansablemente los sueños del yo, sino en querer y procurar la felicidad del otro. Ver sonreír a quien amo, ver feliz a quien amo debería producir en mí una alegría inmensamente más fuerte que perseguir egoístamente mis intereses.

El otro es prójimo. Prójimo significa cercano, próximo. No nos hagamos ilusiones: mis alteridades que me desafían, descentran y cuestionan de ordinario no son los políticos de Nueva Guinea, ni los científicos de Polonia. Lo que hace que peine a contrapelo mi egoísmo es el diálogo con mis hijos, las peticiones de mis alumnos, la diferencia de pensamiento con mis compañeros de trabajo.

Tal vez por eso el mandamiento más difícil está en amar al prójimo como a uno mismo. Porque esas alteridades próximas siempre tendremos a apagarlas, a aplastarlas, a imponernos sobre ellas, a desdeñarlas, a no considerarlas. Eso sí, daríamos la vida por la humanidad (pues nos embarga un sentimiento de martirio abstracto), pero no soportamos el mal olor o la risa de un cercano.

El amor al próximo, el diálogo y encuentro con esa alteridad alterante, es ocasión inmejorable para madurar. No me hará crecer una reverberación de mi propio pensamiento ni la sintonización del grupo de amigos que me darán coba y festejarán mis iniciativas. En general me hace crecer lo que me descentra. El otro me ayuda a madurar.