Hace unos días, el domingo 14 de enero, a medio día, se produjo la sucesión en el trono en Dinamarca, que pasa por ser la monarquía más antigua del continente europeo. Este acto se produjo durante la reunión del Consejo de Estado en el momento en que la Reina Margrethe II (Margarita II) firmaba el documento de abdicación. A partir de ese instante, el Príncipe Heredero Frederik se convirtió en el Rey Frederik X, y su esposa ahora lleva el título de Reina María (Mary). Margarita conserva su título de reina, así como sus labores de representación oficial, es decir, puede acudir a actividades diversas en representación oficial de su hijo, el ahora rey.
La corona danesa, al contrario de otras en el viejo continente, como la española e incluso la inglesa, goza de muy amplia popularidad entre la población. Ahora, antes de explicar la importancia de este cambio en la cabeza del Estado danés, comenzaremos por explicar qué es una monarquía y cuáles son sus principales características.
La palabra “monarquía” procede, como tantas otras en nuestro idioma, del griego antiguo: de monos (solo, único, aislado), arkhe (ser el primero, mandar) y el sufijo ia, que indica cualidad: esto es, monarquía indica la cualidad de ser el único en mandar. Con esta palabra, por lo tanto, designamos a una determinada forma de gobierno en la que la potestad de mandar recae en una sola persona, al contrario de la república, en donde el poder no se concentra en un solo individuo. Evidentemente, en las monarquías modernas el o la monarca, el rey o la reina, el emperador o la emperatriz ya no mandan, sino que cumplen con otras funciones de representación, delegando las actividades y facultades de gobierno en otros actores e instituciones.
En efecto: las reinas, los reyes, los emperadores y las emperatrices de los Estados democráticos modernos no pueden decidir todo por sí solos, pues los parlamentos elegidos por el voto popular y los gobiernos democráticos elaboran las leyes y determinan la dirección de la política. Los monarcas se coordinan con los gobiernos y respetan lo que dice la constitución sobre sus deberes. Firman leyes, nombran jefes de gobierno, ministros y, sobre todo, representan a su Estado en actos oficiales. Esto es: un rey es la cabeza de su Estado, pero no de su gobierno. A esto se le llama “monarquía parlamentaria” o “monarquía constitucional”, y significa que el cargo y los deberes del rey están determinados puntualmente en una constitución.
A lo largo de la historia podemos identificar dos tipos de monarcas: los que reciben tal investidura por herencia (“monarquía hereditaria”), y los que son electos por un gremio establecido para tal efecto (“monarquía electiva”), como fue el caso del Imperio Romano Germánico o de la elección papal en nuestros días. En ambos casos, el monarca (rey, emperador, papa) permanece generalmente de manera vitalicia en el trono. Un rey o emperador no es elegido por los ciudadanos.
Actualmente existen 47 países en Europa, de los cuales 12 tienen como forma de gobierno a la monarquía, como el Reino Unido, Suecia, Noruega, los Países Bajos, el Estado de la Ciudad del Vaticano, Dinamarca, etc. Como casi todos ellos poseen una constitución y órganos de representación ciudadana, los monarcas respectivos disponen de pocos poderes, con la notable excepción del Vaticano, una teocracia en donde el Papa es un monarca absoluto, es decir, un monarca con amplísimas atribuciones en el ejercicio del poder. A nivel mundial, de los aproximadamente 200 países que existen, 43 son monarquías, casi todos dotados de una constitución y de órganos de representación popular. Sólo 6 son monarquías absolutas, es decir, en ellas el monarca manda prácticamente sin restricciones.
El Reino de Dinamarca (Kongeriget Danmark) tiene una superficie de solamente 42 951 km², pero si incluimos a las Islas Feroe y a Groenlandia (que tiene más de dos millones de km²), se convierte en la monarquía territorialmente más grande del mundo. Además, como desde el siglo X ha sido un país independiente, es uno de los Estados más antiguos que aún subsisten.
El personaje protagónico de esta unificación fue Harald Blåtand Gormsson (en nórdico antiguo Haraldr Blátǫnn Gormsson, en danés Harald Blåtand Gormsen, en español Harald "Diente Azul" Gormsson), quien fue rey de Dinamarca aproximadamente desde el año 958 hasta su muerte hacia el 986. Este rey vikingo está considerado como el fundador de la Dinamarca actual, pues logró la unificación de varios reinos pequeños bajo su liderazgo, logrando además su cristianización.
Esta capacidad de unificar a los reinos hasta entonces rivales fue un argumento muy importante para denominar a una tecnología moderna que usamos prácticamente todos los días: me refiero al “Bluetooth”, palabra en inglés que significa “diente azul”, precisamente el apodo del legendario rey danés. A principios del año 2000, varias empresas como Nokia, Ericcson, Motorola, Toshiba, etc., se unieron para poder conectar de manera inalámbrica computadoras, celulares, teclados, etc. Se requería de una tecnología que fuera compatible con todos los dispositivos, sin importar su fabricante, y que consumiera poca energía.
El ingeniero jefe de ese proyecto, Jim Kardach, de Intel, se encontraba leyendo en esos días un libro sobre los vikingos, en el que uno de los personajes era precisamente Harald “Diente Azul”, el unificador de los daneses. Así que, al poco tiempo, todas esas empresas de tecnología, feroces competidoras entre sí, se unían para conformar el Bluetooth Special Interest Group (SIG). Once siglos después de haber unificado a las tribus danesas rivales, Harald unía ahora a estas empresas rivales en pos de un interés común. No pudo haberse encontrado una denominación mejor. El símbolo de la nueva tecnología proviene de la escritura rúnica, tomando las letras iniciales del rey: la H y la B: la primera es un trazo vertical cruzado por una X; la segunda es un trazo vertical con dos triángulos. De la unión de ambas letras tenemos el logotipo del “bluetooth”.
Volviendo a nuestros días, recordemos que Margarita II anunció inesperadamente su deseo de abdicar en su discurso anual de Año Nuevo, hace unas semanas. Esta medida es muy inusual tanto en el Reino de Dinamarca como en el resto de Escandinavia: según la casa real danesa, la última vez que un regente danés abdicó voluntariamente al trono fue en el ya lejano año de 1146.
Con la muerte de la reina británica Isabel II en septiembre de 2022, Margarita se convirtió en la monarca con más años de servicio en el mundo. Estuvo al frente de su reino desde el 14 de enero de 1972. Por eso, una gran parte de la población danesa, groenlandesa y feroesa conocía a una sola jefa de Estado: Margarita.
En cuanto a Federico, el recién ungido rey (en danés: Frederik André Henrik Christian), nació en Copenhague el 26 de mayo de 1968). Como soberano, es jefe del Estado Danés, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas de Dinamarca y en sus manos está la autoridad suprema de Iglesia luterana de aquel país. Federico tiene varios puntos a su favor en su nueva tarea como monarca: en primer lugar, al contrario de otras casas reales, la danesa no se ha caracterizado por el dispendio ni por la ostentación, sino por la austeridad, el sentido del deber y el relativo bajo perfil con el que se conducen sus integrantes; además, el país goza de prosperidad económica y social. Tan es así que incluso personas que no saben mucho de políticas públicas exitosas, como el presidente de México, tienen a Dinamarca como parámetro para una política de salud de primer nivel. Otra ventaja es que Federico es un rey moderno, interesado en problemas ambientales, en la paz mundial y en el bienestar de su pueblo. Dos desventajas, empero, debemos anotar: la primera es que debe ser digno sucesor de su madre, la reina Margarita, quien desempeñó un papel sumamente destacado. Emularla no será tarea sencilla. La otra dificultad es que Federico, a pesar de la buena fama de la familia real danesa, sí ha dado de qué hablar, pues se ha visto inmiscuido en varios asuntos escandalosos y escabrosos. Para hablar de ellos propiamente, si mis cuatro fieles y amables lectores así lo disponen, podemos acompañarnos de un buen Akvavit, esa golpeadora bebida destilada danesa, cuyo mágico y atinado nombre, heredado del latín, significa “agua de la vida”.