Hacia un nuevo humanismo cristiano en sede trascendental. II. Antropología y metafísica.
30/05/2024
Autor: Roberto Casales García
Cargo: Director Facultad de Filosofía y Teología

Desde hace algunos años he insistido en decir que asistimos a una crisis antropológica de sentido, cuyas principales consecuencias se hacen patentes a lo largo y ancho de nuestras sociedades de consumo. Éstas, en efecto, se encuentran profundamente marcadas por una lógica hiperindividualista del mercado, la cual tiende a extrapolar criterios propios del mercado a otros ámbitos, como la educación, las relaciones sociales, el arte, etc., ámbitos que tradicionalmente estaban regidos por ideales de otra índole. No es raro que, en este contexto, surjan ciertas posturas que le declaran frontalmente la guerra a las visiones humanistas, en cualquiera de sus vertientes, ni es raro que éstas se cuestionen, cada vez con mayor fuerza, por la legitimidad de nuestra existencia en este mundo. Después de dos Guerras Mundiales y otra serie de eventos que evidencian el potencial destructivo de la humanidad, pareciera hasta cierto punto normal que se empiecen a formular este tipo de preguntas. Se trata, sin embargo, de una crisis antropológica de sentido en la que confluyen tanto una cultura del instinto y del instante, que hace de la inmediatez un modus vivendi, como un impulso narcisista que termina por traducirse en lo que S.S. Francisco ha tenido a bien denominar como una cultura del descarte

Una sociedad cuya dinámica es semejante a una megatienda, es una sociedad en la que los individuos se transforman en clientes, de modo que su valor queda supeditado a su capacidad de consumo. Es una sociedad en la que lo único que importa se puede interpretar a la luz de las pautas y los criterios propios del mercado, sin que se cuestione si esto debiera o no ser así y sin que aparezca por ningún lado la dichosa mano invisible que prometía ser providencial al momento de corregir el rumbo del mismo: pasa en la educación, por ejemplo, cuando se cree acríticamente que la calidad educativa es equiparable al rendimiento. Bajo esta lógica de mercado, en la que todo queda sujeto al flujo heraclíteo de la moda, quien adolece de la capacidad de seguir el mismo ritmo de consumo que los demás, queda, por ende, total o parcialmente excluido de las dinámicas sociales. No es mi objeto, sin embargo, reflexionar ahora sobre las consecuencias sociales de esta crisis antropológica de sentido, sino tan sólo ahondar sobre uno de los múltiples factores que han contribuido a consolidarla, a saber, la desconfianza moderna en la razón, cuya principal consecuencia se hace patente en el actual desprestigio de la metafísica. La era de la post-verdad, en efecto, también es una era post-metafísica, incapaz de confiar en las capacidades propias de la razón: la era posmoderna o como sea que le queramos llamar, se caracteriza por desconfiar de nuestras capacidades para alcanzar algún tipo de comprensión sobre el ser y sobre el mundo en la que vivimos. 

Quizás el culmen de esta desconfianza en la razón se vea reflejada en el nihilismo consumado de Nietzsche, el cual, reinterpretado por Vattimo, conlleva de alguna forma lo que este último denominó como el “pensamiento débil”: si no hay hechos, sino sólo interpretaciones, como sostiene Nietzsche en un escrito póstumo, se sigue que no hay criterios para decir que una interpretación es mejor que otra. Sin estos criterios, lo único que nos queda es una suerte de relativismo disfrazado de nihilismo, donde toda interpretación es una interpretación más, i.e., cualquiera es igualmente válida. El dictum hegeliano inmortalizado por Nietzsche sobre la muerte de Dios, así, apunta no tanto a la idea de que hemos matado literalmente a Dios –como si esto fuese posible-, como a la idea de que ya no existen aquellos referentes estables en los cuales anclábamos nuestra existencia. La muerte de Dios alude, por tanto, a la muerte de aquellos valores supremos de carácter metafísico, que nos servían como asidero existencial (aquí habría que contar a la dignidad, como un punto de referencia que servía de base para orientar nuestro obrar). La desconfianza moderna en la razón, de este modo, culmina con una forma de nihilismo, según la cual debemos renunciar tanto a la verdad, como a la búsqueda de causas últimas y primeros principios –los cuales, como sabemos, constituyen el objeto de estudio propio de la metafísica. 

Un nihilismo que apunta a una era post-metafísica, en el sentido de que rechaza cualquier pretensión metafísica de fondo para quedarse instalado en la mediocridad de lo superfluo, es un nihilismo que da sostén a una crisis antropológica de sentido en la que lo humano queda totalmente desdibujado. 

Frente a esta crisis antropológica de sentido, por tanto, surge la necesidad de replantear, entre otras cosas, la posibilidad de hacer una antropología en sede trascendental, una antropología de alcance metafísico, cuyo punto de partida sea una cierta confianza en la razón. Algo que se entrevé tanto en los escritos de san Juan Pablo II, particularmente en la Fides et ratio, como en el concepto de “razón ampliada” desarrollado por su sucesor, el cardenal Joseph Ratzinger. Siguiendo el espíritu que anima el pensamiento de ambos intelectuales, me interesa articular las bases para desarrollar una antropología en sede trascendental, una cierta concepción de lo humano que sea capaz de poner en diálogo distintas tradiciones de pensamiento y que, al mismo tiempo, sea lo suficientemente robusta como para responder a nuestra actual crisis antropológica de sentido. Para articular una antropología de alcance auténticamente metafísico, siguiendo lo propuesto por san Juan Pablo II en la Fides et ratio, debemos tomar como punto de partida, no una razón desencantada que desconfía plenamente de sus capacidad para comprender al ser, sino una concepción de la racionalidad que, consciente de sus limitaciones, sea digna de confianza: partimos, pues, de la idea según la cual la razón, más que algo inmanente, es siempre algo trascendente, en el sentido de que posee una peculiar apertura a la comprensión que apunta, según sus posibilidades, al sentido de las cosas. 

Esta apertura a la comprensión de sentido posee un carácter bifronte, en la medida en que supone tanto la apertura de la razón al mundo del sentido, como la donación del mundo a la razón. Se trata, por tanto, de una apertura a la comprensión que no se entiende sin su correlato con el mundo, donde es el ser mismo el que se dona al entendimiento, posibilitando su intelección.  De ahí que la búsqueda sincera de la verdad sea tanto una cierta propensión o tendencia que nos mueve a alcanzar la verdad, como un encuentro con una verdad que nos hiere y nos confronta: no existiría apertura alguna a la comprensión, si el ser que es comprendido no se donara a sí mismo a la comprensión, por más que ésta sea del todo finita. Nuestra confianza en la razón, así, deriva de esta dualidad constitutiva supuesta en nuestra peculiar forma de estar abiertos a la comprensión. Sólo desde esta dualidad, en consecuencia, podemos decir que la razón es digna de confianza. 

Al tomar esta apertura y confianza en la razón como punto de partida, advertimos que la cuestión antropológica no puede ser formulada sin aludir a la metafísica, de modo que, al cuestionarnos por lo propio de lo humano, nos preguntamos también por su ser y su esencia. Aun cuando sabemos que nuestros hallazgos siempre van a ser limitados, confiamos en nuestra razón y, por ende, en nuestra capacidad para aproximarnos asintóticamente al mundo del sentido. Una antropología en sede trascendental, capaz de hacerle justicia a su dignidad constitutiva, por tanto, no puede ser del todo ajena a la metafísica y mucho menos a nuestra peculiar apertura a la comprensión. Algo que se hace presente en la doctrina escolástica de los trascendentales sobre la cual pretendo fundar mi propuesta antropológica, ya que, como sostiene Leo Elders, “lo que la doctrina de los trascendentales afirma es que el ser es, por naturaleza, capaz de comunicación, de don y de correspondencia con el hombre”.