§ 1. Disclaimer. Brutal arrogancia supone siquiera imaginar la empresa. Nietzsche describe ésta a la inversa cuando discute la muerte de Dios, mostrando el escándalo de semejante atrevimiento. Estamos al final de su Die fröhliche Wissenschaft, escrito por un Nietzsche todavía brioso y atrevido que osa soñar con el despertar de superhombres; lejos estamos, esto es, de las obras del veneno y desesperación, como Der Antichrist y Ecce Homo. El loco, nos cuenta este futuro loco, entra a una ciudad con una lámpara encendida. Busca a Dios, sin encontrarlo. Como buen loco, pregunta y responde sin esperar interlocución: “¿Dónde está Dios? Os lo voy a decir. Le hemos matado; vosotros y yo, todos nosotros somos sus asesinos”. Y es aquí, frente al abismo de la afirmación que cambiará todo—Gott ist tot! ¡Dios ha muerto!—afirmación con la que el ser humano da un salto al abismo del infierno, donde Nietzsche no puede sino meditar sobre la arrogancia humana:
Pero ¿cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho después de desprender a la tierra de la caverna de su sol? ¿Dónde la conducen ahora sus movimientos? ¿Ahora la llevan los nuestros? ¿Es que caemos sin cesar? ¿Vamos hacia adelante, hacia atrás, hacia algún lado, erramos en todas direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Flotamos en una nada infinita? ¿Nos persigue el vacío con su aliento? ¿No sentimos frío? ¿No veis de continuo acercarse la noche, cada vez más cerrada? ¿Necesitamos encender las linternas antes del mediodía? ¿No oís el rumor de sepultureros que entierran a Dios? ¿No percibimos aún nada de la descomposición divina?
En las antípodas se forma la crítica a la presente empresa, no menos atrevida, a saber, dar un salto que nos catapulte a las insondables alturas del cielo, que nos arranque de la tierra y nos deposite frente a la fuente del Ser. Pero la pregunta asalta, despiadada: ¿Cómo podremos llenar el mar? ¿Quién nos dará el pincel para pintar el horizonte? ¿Qué haremos una vez que reconduzcamos a la tierra a la caverna de su sol?
Osar una meditación sobre la voz de Dios es locura temeraria. Pero, ¿no es el cristianismo la locura más linda del mundo? Aquel cantautor español, hoy quizá olvidado, exigía a Dios con una mano para recular con la otra: “Dímelo Dios, quiero saber, dónde se encuentra toda la verdad… Aún queda alguien que, tal vez, lo sabrá”, exige, pero de inmediato recula, “pero yo no”.
¿Por qué semejante exceso, entonces? Porque no podemos no intentarlo, porque la voz de Dios no es la de un interlocutor más, un amigo que se suma a la conversación. La voz de Dios está en el inicio y de ella surge todo: “Dijo Dios…”, canta el Génesis, “y vio que era bueno”, sentencia. Desde esta otra perspectiva, la máxima arrogancia sería no buscar esa voz, renunciar a encontrarla como si aquello no supusiera la muerte del corazón humano: Quia fecisti nos ad te et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te, nos hiciste para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti, reza el santo de Hipona. ¿Qué es la búsqueda de la voz de Dios sino esta inquietud, esta picazón espiritual que nos exige ir más allá, atrevernos a mirar el horizonte, conscientes, no obstante, de nuestro incurable astigmatismo?
Sin la voz de Dios no existe nada en sentido estricto—en esto lleva razón Camus en Le Mythe de Sisyphe: la pregunta fundamental de toda la filosofía es si tiene sentido vivir. Mientras Camus renuncia al sentido y muestra un cansancio respecto de la existencia, el cristianismo redobla su apuesta. Si la voz de Dios no es, nada puede se traído a la existencia. Así, cualquier intento de entender el por qué de todo existir debe confrontarse con la pregunta por su fundamento, que no es otro, insiste la revelación cristiana, que la voz de Dios, el logos por el que todo fue hecho y que, encarnado, renovó la faz de la tierra para reconciliarla con su Creador.
La pregunta por la voz de Dios aparece, me atrevería a sugerir, bajo una luz de necesidad antes que de insolencia. Y si Sócrates, en la Apología (38a) escrita por su mejor discípulo, estima que la más alta actividad para un hombre es discutir diariamente sobre la excelencia, el cristianismo, lo he dicho ya, redobla la apuesta, afirmando que nada hay mejor para el ser humano que buscar constante, incansable y sinceramente a Aquel que es alfa y omega.
§ 2. Warning. Si lo anterior tiene algo de sentido, entonces se sigue, necesariamente, el absurdo de esa frasecilla de mentes débiles y/o perversas (énfasis en la preposición copulativa antes que en la disyuntiva) que reza vox populi, vox Dei. ¡Ahí sí que hay arrogancia, insolencia y temeridad! La frase busca vaciar el mar, borrar el horizonte, desencajar a la tierra de su caverna solar. Quiere soñar una infalibilidad imposible, intolerable a oídos educados en la mínima decencia. No, vox populi non est vox Dei. En el mejor de los casos, vox populi, vox urbis, en el peor, vox populi, vox turbae.
Ni siquiera el sensus fidei, la infalibilidad del pueblo de Dios, logra balancear la ecuación. Primero, porque la voz del pueblo de Dios solamente puede hacer eco, lejano e imperfecto, de la voz revelada por el Hijo de Dios. Segundo, porque dicho sensus es inseparable de la ecclesia docens. No es, pues, una voz libre sino contingente a aquella otra voz que, esa sí, es absolutamente libre, absolutamente original.
§ 3. Hypotheses. La voz de Dios es dulcemente queda, “un silbo apacible y delicado” (1 Re 19:12). No es grito y barahúnda, ni verborragia ni propaganda, de esas que atontan. La voz de Dios invita sin exigir, se acerca con ternura, enamora al ser humano en un baile del que a veces no somos conscientes. Caemos en cuenta de que estamos bailando, que hemos estado girando y saltando por años, dirigidos por esa fuerza que irrumpe en el interior, que conquista sin una pizca de violencia. Y en el baile descubrimos el ritmo de la existencia lo mismo que el placer de vivir esta vida a veces saturada de miserias; y es esa voz misteriosa y siempre algo oculta la que canta y dirige, la que intima con un susurro que, de quedo, se estampa en la mente como el rocío en un campo virgen. La voz de Dios canta un canto que entendemos y no entendemos todavía, que intuimos apenas, quizá mezcla de vigilia y sueño, probadita de eternidad que se disfruta un segundo y luego se esfuma, prometiendo volver.
La voz de Dios es el diario milagro que sustenta y garantiza la vida. Es maná (Ex 16:15), un pan que, a primera vista, desconcierta. Así responden los judíos a la vista del milagro: “¿Qué es esto?, porque no tenían idea de lo que era”. La voz de Dios es fina capa que cubre el desierto que es el alma humana abandonada a sí misma. Es dos peces y cinco panes (Mt 14:13-21), es la superabundancia con que Dios sacia, es amor que llena el alma y que inunda el espíritu, empapándolo con un agua que no termina; es la mano que recoge espigas en el día de descanso (Lc 6:1-5), es la palabra que nos libera de la ley para volvernos leyes para nosotros mismos (Rom 2:14), es alimento que hace crecer y madurar el espíritu.
La voz de Dios es, asimismo, la secuencia de Fibonacci. Es la naturaleza exuberante mostrándose a sí misma como código fuente. Es la Creación que se resiste a una matematización vulgar, que exige unas matemáticas de lo sublime, una física de lo insondable, una poesía de la irreducibilidad. Es la naturaleza virgen en cuya grandeza el ser humano pierde el aliento, es la belleza que te enfrenta y te lastima y te devuelve siendo alguien distinto. Es lo pequeño, lo microscópico, los quarks, bosones y fotones y demás bichos descubiertos en los últimos años, es la idea cuántica que tanto choca con nuestras intuiciones originales, es el quiebre de la fenomenología, pues exige unos sentidos que no tenemos, una experiencia tercamente mediada por teorías y razonamientos. Es lo inmenso, lo inconmensurable, los agujeros negros, los cinturones, nebulosas y galaxias; es una estrella muerta y metamorfoseada, convertida ahora en caldera de irresistible gravitación, es la idea de que todo lo que existe comenzó con una explosión, cuyas coordenadas estuvieron calculadas hasta el último decimal. Es esa comparativa: la bomba atómica de la humanidad, el Big Bang de Dios.
La voz de Dios es, finalmente, la sonrisa de mi hija cuando vuelve de la escuela. Es su mano tocando mi mano, sus cejas ligeramente arqueadas, traicionando una sonrisa codificada, anunciando la irrupción de su mente traviesa. Es el abrazo cálido de esta otra hija, la mayor, que amenaza con dejar de ser niña ante mis ojos húmedos, desarmando cualquier resistencia con su amor tan fácil, tan gratuito, tan hermoso. Es la casi fingida tozudez de mi hijo y su resistencia al abrazo que le ofrezco, ese ese baile del niño-hombre al que veo también con orgullo y nostalgia, es el reflejo que veo de mí en él, y lo nuevo que no dejo de descubrir, felizmente animado de pensar que será mejor que yo. Es el beso de mi amiga, de mi novia, de mi esposa, de la confidente y la columna sobre la que descanso, la amante y la madre; es, no debo olvidar, la corrección y redirección, el empuje hacia cimas más altas. Es mi familia adornada por mis padres y hermanos, que ayer fueron núcleo y hoy son periferia sin dejar de ser necesarios y amados. Es el amor dentro del crisol de nuestro hogar. Es la iglesia doméstica que reza Μαρανα θα, ¡Ven, Señor!, que se abandona a los brazos de Dios, que crea a veces silencios—cortos en medio de la fiesta que es una familia—para cerrar los ojos, respirar hondo y esperar pacientes esa voz queda y limpia de Dios.










