Como recordarán nuestros cuatro fieles y amables lectores, antes de que saliéramos a disfrutar de nuestras sacrosantas, merecidas pero insuficientes vacaciones, anotábamos que la disponibilidad de agua en México y en el mundo (esto es, bajo el criterio de cuántos metros cúbicos por habitante están disponibles) está disminuyendo dramáticamente. En México ya ronda los 5 000 m3 por habitante, y según la ONU, cuando en un país este indicador registra valores inferiores a los 1 000 m3 por habitante por año, la situación se convierte en crítica. En algunas zonas del país este indicador ya se está alcanzando.
Una vez leído lo anterior, es clara la necesidad de planificar de manera ecológicamente racional y prudente tan vital y escaso recurso, decisivo para el desarrollo nacional. Sin embargo, es triste tener que reconocer que la administración del líquido no ha sido correcta, no ha sido responsable ni por parte de los diferentes gobiernos en sus diferentes órdenes ni de los ciudadanos, por lo que la escasez y la calidad del agua son cada día más preocupantes, pues además de la alteración de los ecosistemas -tala de bosques y selvas, desecación y drenaje de extensos terrenos, obras de riego, desvío de ríos, grandes proyectos gubernamentales y privados que desdeñan el impacto ambiental negativo, etc.-, la creciente población, la ausencia prácticamente absoluta de una correcta política de asentamientos humanos y de ordenamiento del territorio y la localización poco conveniente de muchas de nuestras ciudades y pueblos dificultan la disponibilidad y presionan cada vez más sobre el problema del abastecimiento y de la calidad del agua. Típico es el caso de la Ciudad de México, monstruo situado a más de 2 000 metros sobre el nivel del mar, lo que encarece y dificulta el llevar el líquido desde otros sitios, a los que se les despoja del recurso. Esto perjudica terriblemente a las regiones que tienen que enviarle agua a la capital de la República, como se ve en Michoacán, en el Estado de México y en Guerrero, por no hablar de la catástrofe de los sistemas Lerma y Cutzamala, que han colapsado en términos de calidad y de cantidad.
Ya hemos comentado arriba que la escasez de agua en nuestro país tiene su origen principalmente en su peculiar distribución geográfica. Esto significa que la mayor parte de los asentamientos humanos se encuentran en donde está disponible la menor cantidad de agua. Así que las zonas que concentran al 70% de la población se encuentran en lugares que presentan problemas de abastecimiento tanto por tener un clima seco como por situarse a muchos metros sobre el nivel del mar: más de las tres cuartas partes de nuestros recursos acuíferos se encuentran alejados de las comunidades con mayor densidad de población y con mayor actividad económica. De ahí el brutal desequilibrio entre oferta y demanda.
Un detalle muy curioso que ilustra nuestra falta de orden, preparación y preocupación efectiva por este problema tiene que ver con algo tan sencillo como los sistemas de drenaje y alcantarillado de nuestras ciudades. Cada año, pareciera que es la primera vez que llueve en México: a las primeras gotas, nuestras ciudades se inundan -o, dicho con un eufemismo muy a la mexicana, se “encharcan”-, generalmente con la excepción de los Centros Históricos. ¿Quién no ha visto calles recién hechas que se convierten en ríos, o colectores de aguas pluviales que en lugar de “colectarla” la expulsan de nuevo hacia la calle? ¿Y las toneladas de basura que obstruyen cualquier camino que el agua desee tomar? Paradójicamente, primero tenemos que garantizar el abastecimiento y luego tenemos que luchar contra las inundaciones. Primero nos estamos muriendo de sed y después nos estamos ahogando, literalmente.
Aunque en el presente texto estamos concentrándonos en el asunto de las aguas continentales, no podemos dejar de mencionar, así sea someramente, el problema de la polución marina, cuyas principales fuentes son: a) descargas de aguas residuales de núcleos urbanos; b) descargas de aguas residuales industriales; c) descargas de aguas residuales y otros desechos provenientes de embarcaciones; ch) escurrimientos fluviales y d) desperdicios de las obras portuarias y de la exploración y explotación de lechos marinos. En México, las áreas prioritarias para resolver el problema de la calidad del agua en las zonas costeras son: Acapulco, Tampico, Coatzacoalcos, Cd. Lázaro Cárdenas, Veracruz, Mazatlán, Manzanillo, Puerto Vallarta, Guaymas, Zihuatanejo, Ensenada, Salina Cruz, Tuxpan, Cozumel, Topolobampo, Chetumal y La Paz. Además, estos problemas van aparejados al deterioro de otros recursos, como la fauna y la flora marinas, desaparición de manglares y de zonas pantanosas, cambios en los patrones microclimáticos, desaparición o alteración de diferentes ecosistemas, como podemos ver con los muy sensibles arrecifes de coral, dunas, etc.
El mayor consumidor de agua en nuestro país es el sector agrícola, con más del 80% del líquido que se extrae de los ríos, lagos y acuíferos. Esto se debe no sólo al gran número de hectáreas bajo riego -más de seis millones, lo que coloca a México en el séptimo lugar mundial- sino también al altísimo porcentaje de agua desperdiciada: se calcula que solamente el 50% del agua llega efectivamente a los cultivos, mientras la otra mitad se pierde por fugas o por evaporación. Siguen en orden de importancia, por su consumo, las ciudades, con un 12% y un elevadísimo porcentaje de desperdicio, muchas veces difícil o imposible de cuantificar. En tercer lugar, está la industria, con volúmenes mucho menores de consumo, pero de mayor peligrosidad por sus descargas, como ocurre con la industria minera, capaz de envenenar cuencas enteras y provocar la muerte o el envenenamiento de pueblos enteros y de muchos animales, como hemos visto constantemente en Sonora, por mencionar sólo un ejemplo.
Una vez leídos los puntos anteriores, es obvio pensar que es imprescindible tomar medidas urgentes para mejorar la calidad y la disponibilidad del agua en México; empero, la solución no se reduce a un mero asunto de construcción de infraestructura, de reforestación y de fomentar la necesaria participación ciudadana para ahorrar agua y mejorar su calidad. Hace falta desarrollar, fomentar y cultivar una verdadera “ética de la tierra”, de la que hablaba Oliver S. Owen a mediados del siglo pasado: hay que buscar un cambio de mentalidad para ser más responsables en el manejo de todos nuestros recursos, no nada más del agua. También es necesario poner en práctica principios más justos y prácticos de orden social, como lo son la Solidaridad y la Subsidiaridad, con el fin de ayudar a los que menos tienen como un acto de elemental justicia, lo que además traería consigo una presión menos intensa sobre el medio ambiente. Al hacerse de manera subsidiaria, no paternalista, esta ayuda ordenada haría que el ciudadano, el barrio, la colonia, el poblado, la ciudad, el municipio, pudieran tomar en sus manos una parte cada vez más importante y decisiva de los problemas ambientales y de sus soluciones.