A mediados del siglo XIII surgió el llamado averroísmo latino como una doctrina cuya propuesta principal consiste en distinguir la verdad a la llega el hombre a través de su propia razón, esto es, desde la filosofía, de la verdad revelada. Según esta doctrina, fe y razón conducen a dos verdades distintas e inconmensurables. Así, el averroísmo latino sostendría una ruptura entre el saber filosófico y el saber revelado, la cual, al suponer una inconmensurabilidad, sugiere un aislamiento de dichos saberes. Cada tipo de saber conduce a una verdad distinta que, en última instancia, apunta cosas contradictorias entre sí sin, por eso, perder su rigurosidad. Algo similar ocurriría en el siglo XVIII, no ya entre la filosofía y la teología, sino entre la filosofía y la ciencia experimental.
Esta nueva clase de averroísmo latino entre ciencia y filosofía apuntaría que, si bien es cierto que ambos saberes buscan una comprensión racional del mundo, cada uno, al ser de naturaleza distinta, apunta a dos verdades inconmensurables entre sí, esto es, a una ruptura radical entre ambos saberes. Ante esta ruptura, muchos pensadores sugirieron que la verdad se encuentra sólo en un lado de la balanza, dando prioridad a un tipo de conocimiento. Tal es el caso, por ejemplo, del positivismo de Comte y del Círculo de Viena. A pesar de este intento por escindir el saber en dos géneros inconmensurables, la comprensión de la realidad sólo puede aspirar a ser un conocimiento desde la unidad del saber, no porque el saber aislado no diga nada del mundo, sino porque una comprensión aislada es sumamente reducida.
Esto no significa que nuestra comprensión del mundo desde la unidad del saber sea omniabarcante u omnicomprensiva, sino que, desde la unidad del saber, nuestro conocimiento es más profundo y radical. Ni la filosofía ni la ciencia proporcionan una comprensión absoluta del mundo, así como tampoco apuntan a una comprensión nula del mismo. “El problema es que el metro cuadrado de sabiduría ha subido mucho de precio y hacen falta esfuerzos ímprobos para apropiarse una modesta parcela, de manera que tendemos a saber plenamente realizada nuestra humanidad cuando lo conseguimos”[1]. La unidad del conocimiento, así, nos ayuda a tener una parcela que, a pesar de ser pequeña, da muchos frutos.
Dar preferencia a la unidad del conocimiento sobre el saber aislado nos indica dos cosas: por un lado, que el saber exige una interdisciplinariedad y, por otro, que un problema tiene una mejor solución cuando se analiza desde distintas perspectivas. Esto, sin embargo, no es comprensible si antes no definimos qué es lo que entendemos por unidad del conocimiento.
Uno de los primeros peligros a los que nos enfrentamos al hablar de una unidad del conocimiento es, sin lugar a dudas, creer que dicha unidad o alude a una mezcla indistinta del saber, o a una reducción del saber a una ciencia en particular. La unidad del conocimiento, al no ser ni una mezcla indistinta de saberes, ni una reducción del saber a una ciencia determinada, contiene ciertos rasgos característicos. En primer lugar, se dice que la unidad del conocimiento es posible si, y sólo si, existen ciertos presupuestos epistemológicos comunes en todas las ciencias. Sin estos presupuestos epistemológicos comunes cada ciencia sería radicalmente distinta y, en consecuencia, inconmensurable. De esta forma, los presupuestos epistemológicos comunes crean puentes entre los distintos saberes: a pesar de sus diferencias, los distintos saberes tienen un punto de unión. Al mismo tiempo, estos presupuestos epistemológicos comunes sirven de condiciones de posibilidad para el diálogo interdisciplinario y la búsqueda de la verdad en comunidad.
Algunos de los presupuestos epistemológicos que comparten todas las ciencias son: “(i) la suposición de un orden natural para conocer (supuesto ontológico), (ii) la capacidad humana para conocer metodológicamente ese orden (supuesto epistemológico) y (iii) el valor que representa para el ser humano esa búsqueda (supuesto ético)”[2]. Dados estos presupuestos epistemológicos comunes es posible inferir que el conocimiento epistémico, sea filosófico o científico experimental, tiene sus fundamentos en el conocimiento ordinario. De este modo se evita cualquier clase de particulocentrismo o de cientificismo, pues, al tener las mismas bases, no existe ciencia que sea más científica que otra, ni es posible afirmar que un saber se ubica por encima de otro como modelo del conocimiento humano.
Otro rasgo característico de la unidad del saber consiste en que, a pesar de la unidad, cada una de las ciencias particulares conserva su propia especificidad. En efecto, los distintos sabes encuentran una unidad sin, por ello, perder sus diferencias. La unidad del saber y los presupuestos epistemológicos comunes a toda ciencia, así como vinculan a todas las ciencias, las mantienen separadas unas de otra, lo cual es fundamental para que exista un verdadero diálogo interdisciplinario. Esto se debe, entre otras cosas, a que el diálogo mismo, para que sea tal, necesita dos interlocutores. La unidad del saber, en este sentido, no es una mezcla caótica de datos curiosos y de reflexiones desordenadas sobre el mundo, sino una interacción entre los distintos saberes. Todo diálogo, en el fondo exige la participación de al menos dos interlocutores que intercambien ideas y que tengan un objetivo común: en el caso saber en general, el diálogo interdisciplinario tiene por objetivo la comprensión del mundo que nos rodea.
La unidad del saber vista desde la especificidad, si bien no limita a una persona a hacer aportaciones de distinta índole –esto es, a un no filósofo a hacer filosofía, y a un no científico, a hacer una aportación científica-, evita que en nombre de una determinada ciencia se hagan afirmaciones insostenibles desde la metodología de esa ciencia particular. Es decir, la especificidad de la ciencia, al mismo tiempo que reclama una apertura a la interdisciplinariedad, señala las limitaciones propias de cada ciencia en particular. Un biólogo, por mencionar un ejemplo, no tiene ninguna limitante para hacer una afirmación de tipo filosófico, más no por ello sería válido afirmar que a la biología le compete lo filosófico.
Esto no significa que la ciencia o la filosofía se encuentren aisladas, sino que el diálogo interdisciplinario no compromete la especificidad de cada tipo de saber. Incluso podría decirse que en la especificidad de cada ciencia está el enriquecimiento propio del diálogo, ya que cada una de las ciencias aportaría una óptica distinta a una misma problemática.
Finalmente, de los dos rasgos anteriores de la unidad del saber se puede concluir que dicha unidad no significa, de ninguna forma, una reducción de un tipo de saber a otro. En otras palabras, la unidad del saber implica una cooperación y enriquecimiento del saber con una finalidad en común, a saber, la búsqueda de comprensión de la realidad.
Referencias
[1] ARANA, Juan. El caos del conocimiento. del árbol de las ciencias a la maraña del saber. Pamplona: EUNSA. 2004. P. 16.
[2] VELÁZQUEZ, Héctor. “Claves para el diálogo entre ciencia y religión”. En: CASAS, Juan Carlos; ANGUIANO, Alberto (Comp). La evolución del diálogo teología-ciencia a los 400 años de Galileo y 200 de Darwin. Memorias del coloquio interinstitucional. D.F.: UPM. 2010. P. 32