Sophronius Eusebius Hieronymus nació alrededor del año 347 en Stridon, Dalmacia (una región histórica, cultural y geográfica que se encuentra en su mayor parte en la actual Croacia), y murió el 30 de Septiembre del año 420 en Bethlehem (Belén), aunque tampoco hay certeza acerca de la fecha exacta de su muerte. San Jerónimo es uno de los grandes teólogos de la época paleocristiana. Está considerado por muchas confesiones cristianas como uno de los más notables doctores de la Iglesia, un sabio de enorme trascendencia que puso todas sus capacidades al servicio de la Sagrada Escritura, un santo y un padre de la Iglesia. De hecho, junto con San Ambrosio de Milán (340-397), San Agustín de Hipona (354-430) y San Gregorio Magno (c.540-604) pasa por ser uno de los cuatro grandes padres de la Iglesia de la Antigüedad tardía. Muchas denominaciones cristianas –como la católica, la anglicana, las ortodoxas, las luteranas y la armenia conmemoran su festividad el 30 de Septiembre.
Hieronymus nació de padres cristianos ricos quienes, no obstante, por motivos que desconocemos, no lo bautizaron. Estudió en Milán y Roma, donde, acorde con su temperamento, participó de la vida cosmopolita, sintiéndose más atraído por los filósofos Cicerón y Platón que por la Biblia, hasta que, según cuenta la leyenda, se le apareció en sueños un ángel que le arrancó los libros de la mano y lo llevó ante el mismísimo Jesús, quien le recriminó que no leyera las Escrituras. Este sueño lo convirtió al cristianismo.
Hieronymus continuó sus estudios en Tréveris (Trier, en la actual Alemania), donde conoció la vida monástica, luego en Aquileia (Aquilea, Italia), donde se unió a la liga ascética del “Coro de los Beatos”, que incluía clérigos y laicos y al que pertenecían personas muy notables por su santidad, como el célebre monje Rufinus (c.345-c.410). En 373 viajó a Antioquía (la actual Antakya/Hatay, en Turquía), allí aprendió griego, se convirtió en alumno de Apolinar de Laodicea (†382) y aprendió de las obras del famoso pero polémico Orígenes de Alejandría (c.184-c.253), cuyas enseñanzas luego desmintió y criticó vivamente. Después vivió hasta el año 378 con los ermitaños en el desierto de Chalkis cerca de Alepo - hoy Halab, en Siria- en el más estricto ascetismo.
Hieronymus estudió también hebreo y escribió obras exegéticas. Después abandonó la comunidad monástica y viajó a Antioquía, donde tuvo que interrumpir su viaje debido a una enfermedad. Allí, en el año 379 fue ordenado sacerdote aquí por el patriarca Paulino de Antioquía. Junto al maestro eclesiástico griego Gregorio Nacianceno (c.330-c.390), quien después sería un santo muy popular tanto en las iglesias orientales como en la católica, pasó los años 380 y 381 en Constantinopla -hoy Estambul-, donde revisó la historia eclesiástica de Eusebio de Cesárea (c.263-c.339), la tradujo al latín y la continuó hasta el año 378. En 382 Jerónimo regresó a Roma para participar en el sínodo convocado por el papa Dámaso I (304-384). Dámaso lo nombró su secretario –las leyendas del siglo XV dicen que le ofreció el cardenalato, pero que Jerónimo lo rechazó, escena muy popular en las artes plásticas posteriores-, y, además, le encargó, ya que hablaba siete idiomas, que tradujera la Biblia al latín. Hieronymus, conocedor experto del latín, del griego y del hebreo, la tradujo a partir de los textos originales; de ese trabajo de traducción surgió la célebre “Vulgata”, que todavía es vinculante para la Iglesia Católica, aunque ya, en la actualidad, en una versión revisada (Nova Vulgata). El nombre proviene de la frase “vulgata editio” (edición divulgada), y su finalidad era ser una versión más fácil de entender y más precisa que las versiones anteriores que circulaban por el mundo cristiano (como, por ejemplo, las conocidas actualmente bajo la denominación colectiva Vetus Latina); de hecho, la Vulgata siguió conviviendo con varias de esas versiones, hasta bien entrado el siglo XVI. Después de la muerte del papa Dámaso, y cansado de las intrigas en la Santa Sede, Jerónimo marchó a Tierra Santa, acompañado de algunas personas, y allí, en Belén, se dedicó a la meditación, al estudio y a la escritura durante muchos años, hasta su muerte.
Aquí vale la pena detenernos un poco para hablar de este fenómeno tan interesante: el de la traducción de textos. Hasta donde sabemos, los documentos escritos más antiguos se descubrieron en Egipto y Europa y datan de alrededor del 5300 a.C., así que podríamos suponer que las primeras traducciones comenzaron a realizarse poco después, aunque la evidencia segura de la traducción más antigua es de alrededor del año 2500 a.C. Se trata de tablillas de arcilla con listas de palabras bilingües y trilingües, incluida la escritura cuneiforme sumeria, la forma de escritura más antigua.
También en la antigua Roma se tradujeron al latín numerosos textos, por ejemplo, del griego al latín. Famosos por sus traducciones son, por ejemplo, Cicerón (106-53 a.C.), Horacio (65-8 a.C.), Virgilio (70-19 a.C.) y Quintiliano (c.35-c.95 d.C.). Los romanos se dieron cuenta de que la traducción tenía un potencial sin precedentes para ampliar su conocimiento, por lo que utilizaron todas las fuentes a su disposición para apuntalar su poder y sus conocimientos. Es interesante señalar que Cicerón y Horacio abogaron ya desde ese entonces por una traducción funcional más libre en lugar de una literal y, por lo tanto, actuaron de acuerdo con el paradigma imperante en la actualidad.
Por supuesto, cuando nos referimos a traducciones en la Antigüedad, la figura más importante y trascendente es, sin lugar a dudas, San Jerónimo, cuya traducción de la Biblia al latín ha sido reconocida como una obra maestra. Según sus propias declaraciones, Jerónimo fue el primero en tomar el Antiguo Testamento directamente de la fuente hebrea original. Sin embargo, investigaciones más recientes suponen que esta traducción también descansó sobre la base de la versión griega (la llamada “Septuaginta”, por haber sido realizada presuntamente por 70 sabios en 70 días, en Alejandría). Sus méritos en relación con la traducción fueron tan grandes que, en 1992, la Fédération Internationale des Traducteurs (FIT) decidió establecer el día en que se conmemora a San Jerónimo como el Día Internacional de la Traducción, es decir, el 30 de septiembre.
Cuando hablamos de traducciones de la Biblia, nos referimos a procesos por medio de los cuales esta obra se traduce a diferentes lenguas a partir de los idiomas en los que está redactada originalmente: hebreo o arameo en el caso del Antiguo Testamento y griego coloquial (koiné) en el caso del Nuevo Testamento cristiano. Dado que los idiomas cambian con el tiempo y debido a que la lingüística y las ciencias históricas llegan constantemente a nuevos conocimientos, las traducciones deben adaptarse y mejorarse de vez en cuando. Por lo tanto, las traducciones antiguas se revisan y mejoran periódicamente o se reemplazan por traducciones más precisas. Las primeras traducciones de la Biblia se hicieron en el mundo judío, a partir del 250 a.C., incluso antes de la conclusión del Antiguo Testamento. Hoy en día, hay 3524 idiomas a los que se ha traducido la Biblia o partes de ella; hay traducciones completas a 719 idiomas, traducciones completas del Nuevo Testamento a 1593 idiomas y traducciones parciales a otros 1212 idiomas (datos de 2022). Esto hace que la Biblia sea el libro más difundido y también el más traducido del mundo, pero ha habido tres traducciones históricamente fundamentales: la Septuaginta (al griego), la Vulgata (al latín) y la Biblia de Lutero (al alemán).
En la historia del arte, San Jerónimo es una figura que disfruta de una enorme riqueza iconográfica desde hace siglos. Podemos admirarlo ya sea con los demás Padres de la Iglesia o en alguna escena de su muy interesante vida: en su estudio, escribiendo y meditando; en la cueva de Belén; o bien acompañado del león al que, según la leyenda, extrajo una espina de una pata, etc. Sus atributos más importantes son el libro (o los libros), debido a su labor intelectual; una piedra, con la que dice la leyenda que se golpeaba; el hábito de la Orden Jerónima; a veces aparece con la vestimenta propia de un cardenal, aunque nunca lo fue, pero eso se debe a que dicho atuendo se emplea para referirse a quienes han sido colaboradores de algún papa; una cráneo o calavera, como símbolo de la reflexión profunda; a veces también aparecen un crucifijo y la trompeta del Juicio Final. Respecto al famoso león de San Jerónimo, hay quienes piensan que es una alegoría del desierto, la valentía, la soledad de los ascetas y el carácter del santo (dicen que era muy rudo para enseñar y que se enfadaba con facilidad). Sin embargo, la misma leyenda del león con todos los elementos -la espina en una pata, la curación que le hace el santo, la vida del animal en mansedumbre, las sospechas de que se había comido a un asno, su castigo y la posterior certeza de que el león era inocente, etc.- aparece exactamente igual asociada a otro santo que vivió en el siglo V: San Gerásimo. No sabemos con cuál de los dos surgió primero la leyenda, pero al parecer jugó un papel importante la confusión de ambos nombres, pues se pueden escribir Geronimus y Gerasimus.
Por cierto, y como comentario final: en el siglo XIV, un grupo de ermitaños castellanos fundó una orden religiosa de clausura y contemplación, siguiendo el ejemplo de San Jerónimo y de su discípula Santa Paula (347-404), bajo el nombre de “Orden de San Jerónimo” (Ordo Sancti Hieronymi, O.S.H.). Un célebre personaje, muy cercano a nosotros, perteneció a dicha congregación: la excelsa poetisa, teóloga y científica, gloria novohispana, Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695).