No se puede mirar más que con dolor lo que sucedió en la Iglesia a partir de la publicación de un documento: Fiducia Supplicans, por parte del Cardenal Fernández, Prefecto del Dicasterio de la Doctrina de la Fe. Porque duele el disenso y la creciente ola de posicionamientos que van desde la venenosa duda que se siembra en redes sociales en torno a la autoridad del Papa hasta la majadera postura de quien insulta y denuesta al Papa Francisco, tachándolo de hereje, blasfemo, etc. Junto al dolor hay una preocupación: el crecimiento del integrismo.
La Real Academia de la Lengua define el integrismo como la “doctrina o actitud que se opone a ultranza a cualquier cambio del sistema político o religioso que defiende”. Sus sinónimos son el fanatismo y el fundamentalismo. ¡Los fariseos no se extinguieron! Cualquier cambio, por mínimo que sea, es visto con recelo y se lo juzga de traición a la tradición, de aperturismo irresponsable, de catástrofe. El integrismo siempre se vale del miedo. Y hoy circulan en las redes sociales tanto el miedo como la insolencia.
Ahora bien, cuando uno va a la historia se da cuenta de que la “Tradición” no es un cúmulo de prácticas y saberes encerrados en un cofre que siempre han estado allí y el cual se abre para repetir sin variación un rito. Para probar esto pongamos un ejemplo simple: los obispos hoy portan una mitra sobre su cabeza, pero esta pieza de la indumentaria episcopal seguramente no la portó san Agustín -aunque en algunas pinturas salga con ella- y con total seguridad no la usó san Pedro, el primer Papa. Las vestimentas de un sacerdote actual no tienen casi nada que ver con cómo se vestían los apóstoles, pilares de la Iglesia... Hasta los más tradicionalistas aceptan -si son cultos- que la tradición implica enriquecimiento, variación, evolución, desarrollo, incorporación… y todo esto se da en el tiempo. Porque el “mismo” Espíritu que hizo surgir la simiente original es el que acompaña su desarrollo y evolución. El Espíritu Santo es el garante último de la Tradición; y ésta, a pesar de estar viva y progresar, permanece la misma.
Si esto es así, ¿de dónde viene la reacción tan virulenta y ácida del integrismo? El integrismo se alimenta de ver posturas caracterizadas por la tibieza, la poca claridad, la carencia de irrenunciables, el afán de querer complacer a todos. Y con tristeza tengo que decir que tras leer el documento Fiducia Supplicans, entiendo por qué veinte conferencias episcopales, obispos por su propia cuenta y hasta cardenales, han presentado una contestación como no se había visto en muchos años. Ahí está el combustible de los blogs de ultraderecha.
Para ser más claro: integristas los habrá siempre, pero es gasolina pura para sus posiciones panfletarias el que se caracterice por la ambigüedad. Y, en este sentido, hay que precisar algo: sólo dos años antes, el anterior prefecto del mismo Dicasterio, el Card. Ladaria, respondió con un “no” a la pregunta “¿La Iglesia dispone del poder para impartir la bendición a uniones de personas del mismo sexo?” El actual prefecto -innovando un tipo de bendiciones- en el fondo responde a la pregunta con un “sí”. Ambos autores ponen al Papa Francisco como aval.
Los integristas se frotan las manos cuando ven la inconsistencia, la contradicción y la ambigüedad, o incluso cuando ellos mismos la generan artificialmente. Y entonces salen ufanos y orondos a decir: “resistamos ante el maligno, que es padre de la mentira”; “haremos la revolución contra estos masones infiltrados en el Vaticano”; “recemos para que Dios conceda la conversión a esos sacrílegos”, etc.
No… hay que poner un alto a la ola actual de integrismo esquizoide que con una mano pretende aferrarse a Cristo y con la otra pretende golpear a Pedro.
Ahora bien, una posición polar suele generar la reacción desde la antípoda. En mucha menor medida, también debemos reconocer una suerte de ultramontanismo que pretende hacer frente a los integristas. Los ultramontanos solían atribuir al Papa más poder (temporal y espiritual) del que le correspondía. ¿Cómo surgieron muchas de estas posiciones? Curiosamente como reacción a las posiciones anticlericales que se dieron durante la Revolución Francesa y después de ésta.
La posición ultramontana tampoco es la más sensata. Me explico: no se puede aducir tanta asistencia del Espíritu Santo sobre el Romano Pontífice que lo consideremos perfecto, sin posibilidad de equivocarse humanamente. Si alguien se resiste, tendría que explicar el caso de Alejandro VI, Bonifacio VIII o León X. Cuando le preguntaron a Benedicto XVI su opinión sobre la infalibilidad, él respondió: “el Papa puede equivocarse: ser Papa no significa considerarse un soberano, sino uno que da testimonio de Cristo crucificado”.
Quiero citar ahora a dos grandes: a Chesterton, para el cual “la Iglesia nos pide que al entrar en ella nos quitemos el sombrero, no la cabeza” (el respeto no anula la inteligencia); y a Newman, quien brindaría gustosamente por el Papa, pero antes haría un brindis por la conciencia. Y no considero que ninguno de los dos fuera un alma altanera frente al sucesor de Pedro.
El riesgo de combatir a los integristas desde el ultramontanismo es peligroso. Los ultramontanos son tan belicosos como en su momento lo fueron los saduceos. Sin faltar ni un ápice al amor y afecto filial al Papa Francisco, sí que se puede expresar alguna crítica –buscando que la forma y modo de la expresión, lo mismo que el foro donde se diga no cause escándalo–. Sí, y varios de los que hoy veo en la posición ultramontana los he oído expresarse severamente de Juan Pablo II o de Pío IX. Me preocupa que ante una legítima duda o una leve crítica a un gesto o palabra del Papa Francisco, pronto los ultramontanos se apresuren a condenar y a desenvainar la espada para llamar al interlocutor: traidor a Pedro, católico incongruente, hipócrita de ultraderecha, etc. Caramba, ¡vaya que los ánimos están caldeados!
¡Cuándo entenderemos que una posición polar necesita a la otra para vivir! Y que para anular o atenuar a los extremos lo mejor es “el punto medio”. Sí, el que para algunos es un aburrido y moderado punto medio, en el fondo es la clave de la disolución de tanta acidez o alcalinidad en el ambiente.
En el panorama actual veo dos bandos: unos integristas vigorosos y unos ultramontanos combativos. Ambos bandos hieren la unidad de la Iglesia. No me inscribiré a ninguno de los dos partidos. ¡No!
Quiero ser un católico ortodoxo. Pienso, como san Juan Bosco, que tres “amores blancos” definen a un buen católico: el amor a la Eucaristía, el amor a la Virgen María y el amor al Papa. Pero, como Chesterton y como Newman, no pienso que lo que tenemos encima del cuello sea mero adorno. El amor no anula la legítima discrepancia. Por cierto, uno de los Papas que ha sido abierto y tolerante –hasta alentador– de la pluralidad de voces es el Papa Francisco.
Esta columna que escribo se llama “Universitas” y versa sobre el ser y quehacer de una Universidad. Hoy he querido traer este tema y para vincularlo explícitamente al objetivo de la columna quiero concluir diciendo que una Universidad Católica debe estar conformada por intelectuales católicos, y estos, además de su competencia disciplinar, se han de caracterizar por la fidelidad a una identidad y, simultáneamente, por su capacidad crítica. Si uno de los dos elementos falta, no se es auténticamente un intelectual católico: ni fariseos ni saduceos, ni integristas ni ultramontanos. Amar a Pedro, ¡y mucho! Y también ser libres y críticos y propositivos, en un sano equilibrio y mutua fecundidad de la fe con la razón.