En muchas ocasiones nos hemos preguntado cuál es el origen de nuestros nombres propios; muchas veces no sabemos qué significan, cuál es su origen, por qué se desarrollaron, o por qué nos los endilgaron. Generalmente, cuando analizamos el origen de los nombres propios de personas en un país o región, encontraremos varias razones que explican este fenómeno tan interesante: allí están las razones históricas, las sociológicas, las regionales, las geográficas y las políticas.
Así, por ejemplo, en el antiguo mundo germánico antes del inicio de la Era Cristiana, los nombres se escogían siguiendo los nombres de divinidades, de cualidades para la guerra o de animales. Con la paulatina cristianización de Europa, sobre todo a partir del siglo XI en el norte, comenzaron a emplearse más nombres de origen griego, latino o bíblico. El predominio de la religión para otorgar nombres desapareció en muchos países en el siglo XX debido al advenimiento de regímenes totalitarios de corte antirreligioso, como en China, Rusia y Alemania; pero después de la Segunda Guerra Mundial, particularmente en el mundo Occidental, tuvo lugar una verdadera explosión en la variedad de nombres, de la mano de fenómenos como la televisión, el cine y el internet, por lo que apareció una muchas veces curiosa mezcla de nombres y apellidos en muy distintos idiomas, no siempre en eufónica armonía entre sí.
A lo largo de la historia, la elección de los nombres ha estado influida por la pertenencia a un grupo social en particular, por el impacto de los avances tecnológicos, por las costumbres regionales y por las corrientes culturales predominantes. Esta última, en particular, es decisiva: ¿qué visión del mundo (cosmogonía) nos caracteriza? De acuerdo con esto, por ejemplo, es que los padres jóvenes tienen que lidiar con los nombres de moda actualmente populares cuando buscan el nombre “correcto”. Lo que en un determinado ambiente cultural vale, en otros no. Pensemos, por ejemplo, en el nombre “Jesús”, muy común en España y en Latinoamérica, pero totalmente inusual en otros países. O en “Urraca”, muy popular en la Hispania medieval, pero completamente imposible en nuestros días. No es lo mismo decir que alguien es una “Paloma” o una “Alondra”, que decir que es una “Urraca” (bueno, quizá algunas suegras…). Del mismo modo, en la actualidad nadie en Alemania se llama “Adolfo” (Adolf), pues se escucharía como un homenaje a Hitler.
Pero ¿por qué tenemos nombres de pila? Estrictamente hablando, el primer nombre se usa dentro de un grupo social -una familia, por ejemplo-, para distinguir a los miembros individualmente. En el hemisferio occidental, el apellido es el que llevan todos los miembros de la familia inmediata. Como regla general, los nombres respectivos se seleccionan de acuerdo con la visión actual del mundo dentro de un horizonte cultural determinado del grupo en cuestión.
Esto nos lo muestra el análisis histórico de algunos pueblos. Por ejemplo, las tribus germánicas, los griegos y los grupos eslavos generalmente escogían palabras como “guerra”, “lucha”, “fuerte”, “victoria”, “honor”, “existencia”, “protector”, etc., por lo que los nombres propios tenían generalmente dos elementos. Veamos un par de ejemplos: “Alejandro” es de origen griego, y está compuesto por los siguientes elementos: “alexein”, que quiere decir “proteger”, “defender”; “aner”, “andros”, “el varón”. O sea, “Alejandro” es “el (hombre o varón) que protege”, “el que defiende”. Otro ejemplo: Bernardo, compuesto por “bero”, que en antiguo alto alemán significa “marrón”; “harti” es fuerte y “nernu” es el oso. De aquí que “Bernardo” signifique “fuerte como un oso”.
En España, país del que proviene la mayoría de los nombres empleados en México, una gran cantidad de estos es de origen latino, producto de los muchos siglos de ocupación romana: Julio, Claudia, Mario, Félix, César, Augusto, Cristina, Emilio, Aurelio, Patricia); hay otros de origen bíblico (Daniel, David, María, Rafael, Sara, Abraham, Juan). Otros son de origen griego, llegados por medio de los romanos cristianizados o por los asentamientos griegos en Hispania: Alejandro, Jorge, Helena (o Elena). Hay también algunos nombres, no muy numerosos, que proceden de los árabes, como Omar, Jazmín (de origen persa, pero llegado a través de los árabes), Leila, Zaida, Salma, Obdulia). De origen vasco son Javier, Begoña, Arantza y Andoni. De un tiempo para acá han aumentado los que tienen origen inglés, particularmente por medio del cine, de la literatura o de la simple imitación, a veces extra lógica. Los que son muy numerosos son los de origen gótico, mejor dicho, visigótico, resultado de que los visigodos instauraron un reino en los territorios del actual sur de Francia y de gran parte de España, por lo que dejaron una huella palpable en nuestro idioma y en el repertorio de nombres propios en español.
Tenemos muchísimos ejemplos, como: Ricardo (“rich” o “rik”: jefe o príncipe poderoso, como en alemán actual “Reich”, imperio; y “hard”: audaz o valiente: “jefe audaz”); Rodrigo, Gonzalo (“Gundis”: lucha o pelea, “alfs” es el elfo, espíritu de la naturaleza: “el elfo de la batalla”); Elvira (de “gaila”, arma arrojadiza, y “vers”, amable, amistoso: “lanza amable”, es decir, amiga del guerrero); Roberto, Alfredo, Luis, Fernando (“Friyhu”: paz, como “Frieden”, en alemán actual, y “nanth”: atrevido, de ahí Fridenandus y, actualmente, Fernando); Guillermo (de “vilja”, voluntad, como en inglés “will” y “helm”, yelmo: “el que se protege con su voluntad”); Hermelinda (de “ermans”, fuerza, y “lind”, escudo: el escudo de la fuerza”); Alberto, Álvaro, Adelaida, Alfonso, Federico, Blanca, Hernán, Hugo, Carla y muchísimos más.
Es importante señalar que lo que pasa con los nombres propios es similar a la que pasa con la lengua hablada por un grupo humano: este idioma evoluciona, cambia, se transforma, no sólo debido a factores internos, sino también a que entra en contacto con otras lenguas y culturas, pues los idiomas no son burbujas aisladas de los demás. Así, el español moderno (llamado por algunos “castellano”, aunque quizá no sea una denominación muy precisa), no sólo es producto de su evolución interna, como idioma derivado del latín hablado (“vulgar”), sino que los habitantes de la antigua Hispania ya recibieron influencia de lenguas prerromanas o paleohispánicas (como el euskera, el celtíbero, etc.), sino de otros más, como el visigodo, el árabe, el hebreo, etc. Y después, en nuestros días, el francés y el inglés, entre otros.
Los visigodos fueron un pueblo germánico que invadió la península ibérica en el siglo V d.C., llegando a instaurar un poderoso reino que sucumbiría ante el empuje de la invasión árabe en el 711. Pero no fueron los únicos germanos en suelo hispano: antes que ellos llegaron los suevos, los alanos y los vándalos. Los visigodos se diferenciaban de los habitantes romanizados de la Hispania, entre otras cosas, por su religión, pues eran arrianos, mientras que la inmensa mayoría de las personas habitantes de la península eran ya cristianos. Esta diferencia terminó en el siglo VI, cuando el rey Recaredo I se convirtió al cristianismo católico, logrando la unificación religiosa de la capa dominante visigoda con la población hispanorromana. A diferencia de otros procesos históricos de conquista, en donde la lengua del vencedor predomina sobre la del vencido (los romanos sobre los griegos, los castellanos sobre los pueblos mesoamericanos, etc.), en este caso los visigodos fueron poco a poco abandonando su lengua original y se refugiaron en la lengua romance que ya se hablaba en Hispania, como lo confirma San Isidoro de Sevilla en el siglo VII. Algo parecido sucedería poco después con los normandos que se asentaron en las tierras que los francos les concedieron en la actual Normandía: dejaron su lengua germana y adoptaron rápidamente el francés, que después llevarían a Inglaterra.
Los tres siglos de dominación gótica en Hispania dejaron su huella (aunque no por escrito) en el vocabulario que seguimos empleando hasta nuestros días, como lo delatan palabras de uso diario: sala, guardia, jabón, guerra (que substituyó a “bellum” en todas las lenguas romances, menos en rumano), burgo, burgués, blanco (en alemán actual se sigue diciendo “blinken”: brillar; en latín se decía “albus”), ganso, tapa, robar (“rauben” en alemán actual), ropa, etc.
En la Edad Media hubo una inmensa cantidad de nombres, aunque poco a poco su número disminuyó, en parte porque las clases menos favorecidas tendían a imitar los nombres de las clases altas. Estas, al percibir que sus nombres se hacían populares, volvían a intentar diferenciarse, por lo que escogían nuevamente otros nombres, que de nuevo servían de guía para otros. Esto provoca, hasta nuestros días, el advenimiento de oleadas de modas: hay nombres que caracterizan a ciertas generaciones o épocas, y luego desaparecen, y así sucesivamente. Lo que sigue muy presente es la fuerte presencia de nombre propios de origen gótico en nuestros países de habla española. Esos tres siglos fueron en verdad determinantes: no dejaron testimonios escritos en la península, pero dejaron algunas palabras del vocabulario cotidiano y, sobre todo, muchos, muchísimos nombres.