Hace unos días vengo pensando cuáles serían los “pecados capitales” de los académicos, de nosotros, profesores e investigadores de las Universidades de este siglo XXI. En un papelito fui escribiendo una a una esas debilidades que más nos caracterizan como gremio. Hoy dedicaré unas líneas a hablar de la quejumbre.
La Real Academia la define como la “queja frecuente y por lo común sin gran motivo”. No dice que no tengan motivos los quejumbrosos, sino que sus motivos no son tan grandes, es decir, no justifican completamente el tono de la molestia, mucho menos la frecuencia.
Recuerdo que en uno de esos campamentos a los que fui de niño, estuve al lado de un quejumbroso. ¿Se imagina usted subir un monte al lado de él? ¿Se imagina compartir casa de campaña, desayuno, competencias deportivas y dinámicas de integración teniendo como compañero de equipo a un quejumbroso?
Pues algo parecido a veces sucede en las universidades. La nuestra no es la excepción.
Antes de que alguno se ponga a la defensiva, pido que realice un sencillo test: piense en las distintas profesiones y oficios con las que se topa a diario: el de la cafetería, la de la tienda de conveniencia, el chofer del microbús, el poli de la entrada, el querido bolero que a veces nos lustra los zapatos, las señoras de mantenimiento que conservan las aulas aseadas, el jardinero… por supuesto, ponga también en la lista a los colegas docentes, al personal directivo y administrativo de nuestra Universidad. Yo añadí incluso a un empresario, a un mecánico de automóviles, y a dos vecinos: a una costurera y a un zapatero, usted añada a los de su entorno. ¿Ya terminó su lista? Ahora ordene toda su lista de profesiones y oficios, de mayor a menor, según su grado de “quejumbre”. ¿Quién le quedó en primer lugar? A mí, y a varios colegas a los que les pregunté la semana pasada, nos salió lo siguiente: ¡nosotros, los profesores!
¡Ah, cómo nos quejamos! Que si en las clases de las 7.00 los alumnos no están despiertos, que si a las 8.30 no hay lugar en el estacionamiento, que si en los días de integración hay mucho ruido, que si los celulares son una distracción constante, que si llueve diario, que si las obras de la 21, que si el bono nos lo calificaron bajo, que si el rediseño curricular, que si la acreditación, que si tenemos muchas clases, que si no hay tiempo ni de respirar. Yo ya estoy cansado de tanta gente quejándose. Para ser sincero, siempre lo he estado. Cuando la gente me pregunta, “¿cómo estás?” Yo suelo responder: “contento”. Y la gente se sorprende. Porque tenían la expectativa de que les respondiera: “ando apuradísimo”, “ya no veo la hora de tomar vacaciones”, “estoy tronado”, “a unos milímetros del Burnout” ¡qué sé yo! Y así el interlocutor continuará el loop de las lamentaciones –y no son las del profeta Jeremías–. Nos encanta darle cuerda al mutuo juego de ‘duelos y quebrantos’ –y no son el guiso que aparece en El Quijote–.
Por supuesto que la vida tiene desafíos, por supuesto que todo trabajo trae aparejados problemas y dolores. La docencia no es la excepción. ¡Así es la vida humana! Pero yo veo que la costurera que está por mi casa no recibe a los clientes con quejas constantes sobre la vida, la política, la economía o lo fastidioso que es su trabajo. ¡Todo lo contrario! Está alegre, hace su chamba motivada, pone su música, habla con su compañera, ríen. En cambio, ¿por qué nosotros sí tendemos a la hipercrítica y a la queja constante?
Eso sí, somos amantes de subir frases a nuestro perfil de redes sociales donde expresamos que somos orgullosamente profesores, que nos dedicamos a una vocación valiosa y trascendente: “formar personas íntegras”. Cada 15 de mayo nos embriagamos de autoelogio. ¿Por qué, pues, tanta queja el resto del año? La verdad sea dicha, donde expresamos sinceramente cuán orgullosos estamos de nuestra vocación docente es en nuestra sonrisa cotidiana, en la disponibilidad con nuestros superiores, en nuestro animar a los colegas, en nuestro amar sin quejas nuestra aula. Allí, y no en grandes discursos, es donde demostramos que nos dedicamos a algo que nos hace felices. ¡Basta de quejas!
Alguno me dirá: ¿y qué hacer cuando la molestia o queja es objetiva y está fundada, cuando se trata de algo importante, como una injusticia padecida o un problema urgente que debe atenderse por el bien de los estudiantes? Pues simple: ¡acuda a la autoridad responsable y comuníquelo con total claridad! Vaya y hable con el Decano ‘X’ o con la Directora General ‘Y’, o escriba al Sistema de Integridad. Acuda con quien debe estar informado de la situación y quien sí puede y debe poner manos a la obra para la resolución efectiva del problema. Si decide usted no hacerlo y en vez de eso prefiere practicar el fino arte de quejarse a los cuatro vientos del problema, entonces discrepo totalmente de usted. Discrepo de los eternos quejumbrosos. Porque las personas que realizan cambios, los líderes sociales, los que tienen autoridad moral, son personas que dan respuestas, no pretextos; que actúan en vez de chismorrear; que comprenden que, aunque la vida tiene problemas, también contiene motivos para la alegría y la esperanza.
¿Por qué no hacemos un “pacto”? Un pacto de no quejarnos. Estoy seguro que sucederán varias cosas: mejorará el ambiente, tendremos una visión más positiva de la profesión, creceremos en gratitud, tendremos más tiempo para admirarnos de las cosas buenas… y, por supuesto, tendremos más enfoque cuando ocurran problemas serios: les dedicaremos tiempo y talento, nos comunicaremos prudentemente sobre ellos y buscaremos su resolución más conveniente.