La Universidad celebró el Día de Muertos con un vibrante festival cultural que inició en el CREA y culminó en el campus central.
La mañana del 30 de octubre despertó con ese frío característico de los últimos días de octubre en Puebla. Pero en las instalaciones del CREA, el ambiente ya estaba tibio de expectación. Desde temprano, los pasillos se habían convertido en un improvisado vestidor donde catrinas de sombreros anchos y vestidos largos se pintaban las calaveras en el rostro, mientras los charros ajustaban sus botones plateados y los trajes típicos desplegaban sus colores como si quisieran competir con las flores de cempasúchil que ya adornaban cada rincón.
No había prisa, pero sí emoción. Esa mezcla de nerviosismo y alegría que precede a las grandes celebraciones. Alguien reía mientras intentaba equilibrar su sombrero; otro más practicaba pasos de baile que pronto cobrarían vida en el recorrido. La tradición estaba a punto de echarse a andar, literalmente, rumbo al campus central.
El Camino de las Catrinas
Cuando el grupo partió, lo hizo como una procesión festiva. No era un desfile formal ni mucho menos solemne. Era más bien un río de gente que fluía entre risas, pasos desacompasados y la música que brotaba de las bocinas como si fuera el latido mismo de la celebración. La primera nota que se escuchó fue "Recuérdame", esa canción que ya forma parte del imaginario colectivo gracias a Coco. Y aunque muchos la habían oído cientos de veces, en ese momento sonaba distinta. Sonaba cercana. Sonaba nuestra.
El sol de media mañana iluminaba el camino mientras el grupo avanzaba. Algunos curiosos se asomaban por las ventanas; otros se sumaban al contingente como si la celebración tuviera un poder magnético. Y quizá lo tenía. Porque hay algo en el Día de Muertos que nos convoca a todos, sin distinciones ni barreras. Es la fiesta de lo nuestro, de lo que fuimos y seguimos siendo.
La Pausa del Recuerdo
La primera parada fue ante los altares conmemorativos. Aquí, el ruido cedió su lugar al silencio. No un silencio incómodo, sino uno respetuoso, lleno de presencia. Los altares estaban dispuestos con esa dedicación que solo se le pone a lo verdaderamente importante: velas encendidas, fotografías en blanco y negro que parecían mirar desde otro tiempo, flores de cempasúchil formando caminos de pétalos naranjas, pan de muerto, frutas, calaveras de azúcar con nombres escritos en el frente.
Cada altar contaba una historia. Cada uno era un puente tendido entre el mundo de los vivos y el de los que ya no están. Los estudiantes se detuvieron a contemplarlos, algunos con una sonrisa nostálgica, otros con los ojos vidriosos. Porque el Día de Muertos no es solo folklore; es memoria viva, es la certeza de que quienes amamos nunca terminan de irse del todo.
Hubo quien se acercó a leer un nombre en una fotografía. Otro dejó escapar un suspiro. Alguien más hizo la señal de la cruz. Y así, en ese breve momento, la fiesta se convirtió en ceremonia, y la ceremonia volvió a ser fiesta cuando la música retomó su lugar y el grupo continuó su camino.
La Explanada en Pleno
Al llegar a la explanada principal, el ambiente cambió de nuevo. Aquí el escenario se abría, el público se multiplicaba y la energía se desbordaba. Las catrinas y los charros ocuparon el centro, y entonces comenzó a sonar "La Llorona". Esa canción que todos conocemos, que hemos cantado alguna vez en una reunión familiar o en una fiesta de pueblo. Pero escucharla ahí, en medio de la universidad, rodeados de jóvenes vestidos de tradición, le daba un sentido distinto.
Las voces se elevaban entre los edificios, rebotaban en las paredes y llegaban hasta los salones donde algunos profesores se asomaban con curiosidad. "Ay de mí, Llorona, Llorona de azul celeste..." cantaba alguien con el corazón en la garganta. Y la multitud respondía, porque en esa canción todos cabemos.
Luego vino la danza. Un grupo de catrinas se colocó en fila, cada una con un vaso equilibrado sobre la cabeza. La música cambió a "La Bruja" y comenzaron a moverse con una gracia que parecía desafiar la gravedad. Los pasos eran precisos, las caderas se balanceaban al ritmo exacto, y los vasos permanecían inmóviles como si estuvieran pegados a sus cabezas. El público no podía contener los aplausos. Algunos gritaban porras, otros silbaban de admiración. Era, sin duda, uno de esos momentos que quedan grabados en la memoria colectiva de la comunidad universitaria.
Cartonería y Raíces
El cierre del recorrido fue en la exposición de cartonería. Aquí, el arte popular mexicano se desplegaba en todo su esplendor: calaveras gigantes con sonrisas eternos, flores de papel picado que parecían flotar, figuras de alebrije que mezclaban lo real con lo fantástico, colores que gritaban "¡México!" sin necesidad de palabras.
Los alumnos habían trabajado durante semanas en estas piezas, y se notaba. Cada figura tenía su propia personalidad, su propio mensaje. Algunas eran cómicas, otras más serias, pero todas compartían algo esencial: el orgullo de pertenecer a una cultura que sabe celebrar la vida incluso cuando habla de la muerte.
La gente caminaba entre las piezas, las fotografiaba, las admiraba. Y en esos rostros de estudiantes, profesores y visitantes, se podía leer algo muy claro: la satisfacción de ser parte de algo más grande que uno mismo. De ser parte de una tradición que nos define, nos une y nos recuerda de dónde venimos.
Entre Vivos y Muertos
Mientras todo esto ocurría, en otra zona del campus se desarrollaba el evento "Entre Vivos y Muertos". Aquí el tono era distinto pero el espíritu era el mismo: celebrar, recordar, crear. Los concursos de canto, baile y exposición de dibujo y grabado reunieron a estudiantes de diferentes carreras, todos con el mismo propósito: expresar, a través del arte, lo que sentimos sobre la vida y la muerte.
En el escenario, las voces se entregaban con todo. Canciones que hablaban de pérdida, de amor, de nostalgia. El público escuchaba en silencio, dejándose llevar por las emociones que cada interpretación despertaba. Y cuando terminaban, los aplausos eran sentidos, auténticos.
El concurso de baile tuvo su momento cumbre cuando Mariana Rodríguez e Itzel Galicia subieron al escenario. Su coreografía era una mezcla perfecta de técnica y sentimiento. Cada movimiento contaba algo, cada gesto tenía un porqué. Y cuando terminaron, el público estalló en aplausos. Era evidente que se habían ganado el primer lugar no solo por su habilidad, sino por la pasión que pusieron en cada segundo de su presentación.
La exposición de dibujo y grabado, por su parte, ofrecía una mirada más íntima y reflexiva sobre el tema. Las obras exploraban la dualidad entre vivos y muertos con técnicas variadas: algunos dibujos eran detallados y realistas, otros más abstractos y simbólicos. Pero todos compartían una pregunta implícita: ¿dónde termina la vida y comienza la muerte? ¿O acaso nunca hay una línea clara que las separe?
El Cierre Musical
Como todo buen evento universitario, este también necesitaba su cierre musical. Y quién mejor que el Grupo Musical de la UPAEP para ofrecerlo. Subieron al escenario con sus instrumentos y comenzaron a tocar. Primero, piezas inspiradas en la tradición del Día de Muertos, esas que todos reconocemos y que nos hacen sentir en casa. Luego, otros temas de artistas mexicanos que han marcado generaciones.
La gente cantaba, bailaba, se abrazaba. Algunos cerraban los ojos y se dejaban llevar por la música. Otros miraban al cielo, como si quisieran enviar un mensaje a quienes ya no están. Y en ese momento, en medio de la música y la algarabía, se entendía por qué el Día de Muertos es tan importante para nosotros: porque nos permite estar con nuestros muertos sin tristeza, honrarlos sin dolor, recordarlos con alegría.
Los Altares Ganadores
Al final del día, se anunciaron los ganadores del concurso de altares. El primer lugar fue para "Una Apuesta por el futuro", un altar que combinaba elementos tradicionales con una visión contemporánea del Día de Muertos. El segundo lugar se lo llevó "Pedagogía e Innovación Educativa", cuyo altar destacó por su creatividad y simbolismo. Y el tercer lugar fue para la "Mesa directiva de Medicina", que presentó un altar cargado de emotividad y respeto por la tradición.
Pero más allá de los premios, lo importante era otra cosa: que cada altar, cada canto, cada baile, cada pieza de cartonería, era una manera de decirles a nuestros muertos que no los hemos olvidado. Que siguen presentes en nuestra memoria, en nuestras tradiciones, en cada Día de Muertos que celebramos.
Epílogo de una Tradición Viva
Cuando el sol comenzó a caer y las luces artificiales tomaron su lugar, la explanada poco a poco se fue vaciando. Los estudiantes recogían sus cosas, algunos aún con el maquillaje de catrina en el rostro, otros con las camisas de charro sudadas pero felices. La música seguía sonando de fondo, más suave ahora, como un eco de lo que había sido un día intenso y memorable.
Al caminar por los pasillos de vuelta, podía verse en los rostros de todos una mezcla de cansancio y satisfacción. Ese tipo de cansancio que se siente cuando has dado todo de ti en algo que realmente importa. Y esa satisfacción que solo se experimenta cuando sabes que has sido parte de algo auténtico, algo que trasciende el momento y se convierte en memoria colectiva.
Porque eso es el Día de Muertos en la UPAEP: no es solo un evento en el calendario, no es solo una celebración más. Es un recordatorio de quiénes somos, de dónde venimos y de qué es lo que nos mantiene unidos como comunidad. Es la certeza de que mientras sigamos honrando a nuestros muertos con flores, música, comida y alegría, nuestra identidad seguirá viva.
Y mientras las últimas catrinas guardaban sus sombreros y los músicos desenchufaban sus amplificadores, quedaba flotando en el aire una verdad sencilla pero profunda: honrar la muerte es, al final del día, la forma más hermosa de celebrar la vida.

															














